Editorial

De Carrasco a Garay nada ha cambiado


 

La muerte del cadete Emanuel Garay, internado en grave estado luego de su primer día de instrucción en la Escuela Provincial de Policía de La Rioja, abre el peor de los interrogantes respecto de que los fantasmas del pasado, al fin, siguen ahí. 

Desde que retomamos el sistema democrático hemos pretendido un cambio en las fuerzas de seguridad, además de en el Ejército, buscando que fueran más profesionalizadas, más estratégicas y con un control interno y externo que las haga acordes para funcionar en una república. 

El tema de los “bailes” de bautismo o por cualquier otra razón, lo que en otros ejércitos se da en llamar “códigos rojos”, pero al fin es lo mismo, torturar y en el caso que nos ocupa llegar a asesinar a conscriptos o alumnos de las escuelas policiales, es una horrorosa práctica que, a la vista está, sigue vigente. Porque lo sucedido en La Rioja fue la versión extrema de algo que no sucede de manera aislada sino habitual.

Hace 24 años, en 1994 el soldado Omar Carrasco fue asesinado por sus superiores y compañeros en un regimiento de Zapala, Neuquén. Con solo 19 años hacía tres días que se había incorporado al Servicio Militar Obligatorio. Su cuerpo fue enterrado en el propio regimiento y lo encontraron un mes después de que sus padres hicieran la denuncia policial por la desaparición. Los culpables se escudaban en que “había desertado”.

Ese fue el fin del Servicio Militar Obligatorio en la Argentina, durante la gestión de Carlos Menem. Porque ante la brutalidad de un falso entrenamiento, se prefirió terminar con una práctica que no resultaba útil para los jóvenes. Así se pretendía, al igual que otros países, tener Fuerzas Armadas profesionales, integradas por quienes se sumaran como militares, sin obligar a los que salían de la adolescencia a una práctica no buscada.

Como consecuencia, una institución válida y necesaria para un país, quedó mancillada y desprestigiada, asociada a lo peor de una sociedad. Servicio Militar pasó a ser un sinónimo más de abuso de poder y represión. Y de ese tipo de estigma no hay retorno en la mente de un pueblo como el nuestro que, con asidero en lo vivido, no es capaz de disociar las instituciones de sus integrantes.

Ese horror parecía superado hasta el sábado, cuando reapareció como un recordatorio de que los regimientos militares y las escuelas de formación policial no parecen haber cambiado nada.

El primer entrenamiento sería de “bautismo”, en el caso que nos ocupa. Los policías a cargo de la escuela de cadetes dieron la orden, los instructores presenciaron los ejercicios extremos bajo un sol implacable. Pero fueron sus compañeros del segundo año los que ejecutaron las órdenes: les negaron el agua a 83 ingresantes mientras los obligaban a un entrenamiento más parecido a la tortura que a la formación policial. Hay ocho oficiales detenidos acusados de “homicidio doloso” tras la muerte de Emanuel Garay, un joven que no soportó la brutal exigencia. Y el abogado de la familia denunció a los seis cadetes por “lesiones gravísimas seguidas de muerte”. 

Hay mujeres con quemaduras en los pechos porque las obligaban a estar en el suelo, que estaba tan caliente que les provocó lesiones. La mayoría tiene llagas en los nudillos porque les indicaron hacer flexiones apoyados en los puños o arrastrarse usando los codos. En las declaraciones que aparecen en el expediente figuran testimonios de cadetes que, en la desesperación, tomaron agua del inodoro y de un estanque con sapos donde había agua sucia.

También desplazaron al jefe de la Fuerza, Luis Páez, y al secretario de Seguridad, Luis Angulo. Y es ahora la Justicia la que se va a hacer cargo de los que dieron las órdenes y quienes las ejecutaron, con las responsabilidades de cada uno. Mientras el Gobierno provincial reveló que está evaluando sacarle a la Policía el manejo de la escuela donde ocurrieron los aberrantes hechos.

Los datos médicos conocidos son abrumadores: Emanuel Garay fue internado por una deshidratación aguda e insuficiencia renal que le provocaron la falla multiorgánica que derivó en su muerte. 

Emanuel tenía 18 años y se había sumado a la Escuela de Policía quizás por vocación, quizás porque necesitaba una salida laboral. Lo cierto es que eligió ese camino y terminó muerto el primer día de clase. En total 12 cadetes estuvieron internados en terapia intensiva después de esta jornada de 12 horas, el lunes de la semana pasada. Pero las autoridades sanitarias de la provincia admitieron que, en total, fueron atendidos 18 jóvenes. Muchos no han logrado aun superar los problemas renales que les generó la práctica, debieron ser dializados y se espera que puedan seguir adelante sin necesidad de quedar atrapados para siempre con una lesión tan compleja.

¿Si no se hubiese producido una muerte hubiésemos sabido de la prosecución de estas prácticas? Seguramente que no, así como no sabemos lo que sucede en otras escuelas de policía.

Está claro que los cambios profundos, los culturales arraigados por años como perversa tradición que pasa de generación en generación, no resultan sencillos y mucho menos definitivos. Por eso, ahora que el Gobierno abrió el debate sobre el rol policial frente al delito, sería oportuno que establezca un cambio de métodos, hábitos e ideologías en las escuelas de formación.

Porque este tipo de entrenamiento-tortura con insultos, golpes, humillación, negación de tomar agua con cuarenta grados de calor y ocho horas de entrenamiento, ¿qué pretende inculcarle al futuro policía, qué valores le enseñan? ¿quizá a torturar y maltratar a los más débiles?

La muerte de Emanuel Garay confirma que debemos analizar la planificación policial, la formación que ofrecemos, porque no podemos asegurar, a la vista está, que las generaciones de policías sean más eficientes, y en cambio con esta metodología lo que serán seguramente es más resentidos y salvajes.

 


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