Editorial

Esperando al mesías


Se celebra en estas fechas la Pascua cristiana y la judía, distintas en su concepción de Jesús como mesías, entre otras diferencias que hacen a dos religiones que, al fin, nacieron de un tronco común, con un mismo Dios.

Los cristianos conmemoramos la Semana Santa con la pasión de Jesucristo, su cena pascual, su muerte en la cruz y su resurrección, con lo cual entrega su vida para el perdón de los pecados de los hombres y para otorgarnos la vida eterna. De este modo el mesías de la Iglesia romana cumplió su cometido en la Tierra y es considerado indubitablemente el Hijo de Dios, nacido de la Virgen María y concebido por el soplo divino.  

Los judíos no aceptan a Jesús como el mesías y aún lo esperan; consideran que fue un predicador como hubo otros. Y lo creen así, entre otras profundas cuestiones, porque Jesús no cumplió las profecías mesiánicas, tales como construir el Tercer Templo (Ezequiel 37:26-28); reunir a todos los judíos de regreso a la Tierra de Israel (Isaías 43:5-6); esparcir un conocimiento universal sobre el Dios de Israel, uniendo a toda la raza humana como una (Zacarías 14:9). Por fuera de las Escrituras, y metiéndonos en el sentir de la época, Jesús no fue para ellos el tipo de libertador que esperaban: no planteó la guerra sino el amor y el perdón; no vino a hacerles la guerra a los romanos sino a unir a los pueblos. Ni siquiera una rebelión ante los abusos del poder, porque instó a seguir pagando los impuestos al César. A los poderosos de esta sociedad tan clasista los dejó de lado para juntarse con los parias. Por todas estas razones, sus contemporáneos no creyeron que se trataba del Hijo prometido por Dios.

De cualquier manera y en un análisis más que simplificado y somero de la concepción religiosa de estas Pascuas, la idea de un mesías es históricamente la figura que resuelve las problemáticas colectivas en base al poder divino.

No podemos precisar en qué momento conceptos puramente religiosos terminaron en la Argentina aplicándose a la política, de modo tal que enormes bolsones de la población están convencidos que la suerte individual y del país depende en forma exclusiva de un líder mesiánico que, con su sola presencia y accionar puede cambiarlo todo, mejorarlo todo.

Es así que nacen grupos políticos que en vez de adherentes parece que tuvieran apóstoles, que siguen ciegamente al líder esperando que los lleve al paraíso, sin que medie ningún esfuerzo personal o grupal.

Es indudable que hay dirigentes políticos más potentes que otros, con más recursos, más ideas o con un sentido de la anticipación formidable, incluso con más carisma o llegada que otros. Y por eso se destacan del resto de la ciudadanía. Pero allí termina todo. No hay dirigente, presidente, gobernador, intendente que pueda avanzar si no cuenta con la voluntad de su pueblo, con su apoyo no solo en el voto, sino sobre todo en un accionar en común. Ningún elegido puede cambiar un país que en muchos aspectos habría que hacer de nuevo si no cambian cada uno de sus integrantes. En sus actitudes, conductas, acatamiento de los deberes cívicos.

En la Argentina de estos tiempos, una vez emitido el voto, la idea general es sentarse a esperar que las autoridades mágicamente resuelvan todos los problemas. O lo que sucedió en tiempos de Jesús: que todo cambie para mejor pero a mí no me hagas cambiar nada. Pretendemos seguir haciendo todo como siempre, nos molestan que nos cambien las reglas pero, al mismo tiempo ansiamos que todo sea distinto para mejor, sin pagar costo alguno. 

Y en nuestro país, encima, hablamos de situaciones viciadas que arrastramos desde hace muchas décadas, pero cuando se las quiere modificar,  comienzan las tensiones, por ejemplo con la Unión Industrial, los sindicatos, la oposición en sus diversas vertientes. Todos pretenden y reclaman cambios pero cada uno se erige en defensor absoluto del statu quo, de sus prebendas.

Como es natural, es imposible que haya cambios si cada sector pretende seguir funcionando igual. Como pasó con Jesús: no vino a hacer magia ni a imponer por la fuerza una nueva realidad sino a enseñar un camino para lograr el bienestar anhelado. Los judíos esperaban lo primero. Los argentinos también lo esperamos de los gobiernos de turno: magia y rigor, pero sobre los otros.

Y así estamos, sin asumir que el cambio empieza en el metro cuadrado que ocupamos, haciendo lo que nos toca y bien. Entonces se hace muy difícil luchar contra todo lo que está mal.

Habría que dejar bien en claro a la ciudadanía que no hay líderes mesiánicos que todo lo resuelven con su sola presencia, que nada va a cambiar si no somos parte comprometida de lo que pretendemos mejorar y que los esfuerzos deben distribuirse para que pesen menos. Es lo que la mayoría de los países que se han desarrollado han comprendido hace ya muchos años. En la Argentina nos resistimos a asumir nuestra propia realidad. Y seguimos esperando al mesías.


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