Editorial

Falibles somos todos, el problema es cómo afrontamos el error


Los seres humanos somos, entre otras características, falibles. Nos equivocamos, cometemos yerros en forma periódica y de los cuales podemos tomar dos caminos, como siempre: uno que es asumir el error, disculparnos y asumir las consecuencias, conscientes de que no hicimos lo que debíamos, aunque en el momento no nos diéramos cuenta, o sí, pero igual seguimos adelante; la otra posible actitud que es persistir en el error, entrar en el negacionismo, buscar modos de disimular aquello que hicimos mal, evadir las secuelas de nuestros actor y escondernos tras excusas o incluso buscar inculpar a otros.

La diferencia entre una actitud y la otra es la que nos califica como personas, no el habernos equivocado. Es lo que hacemos tras el error lo que muestra de qué madera estamos hechos y el grado de confiabilidad que tengamos.

En estos días, dos circunstancias completamente distintas, muy alejadas una de la otra terminan mostrando esas dos caras de la misma moneda: el Papa Francisco y la curia chilena por un lado y los responsables y profesionales de la Clínica Trinidad en Ciudad de Buenos Aires por otro.

El Santo Padre es en tanto ser humano, falible, aun cuando para los cristianos represente al mismo Dios en el plano terrenal. En una sentida carta que le envió a obispos chilenos después de haber leído el informe de 2.300 folios realizado por un enviado especial que investigó el caso del controvertido obispo de Osorno, Juan Barros, el Papa admitió haber “incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada”.

El Papa se equivocó y aunque el origen de su grosero error puede también ser endilgado a la jerarquía de la Iglesia de Chile, no eludió el bulto, asumiendo que podría haber actuado de otra manera, con otra mirada frente a las denuncias de abusos por parte de un sacerdote. Por eso pidió perdón, en su costado más humano, como jefe de la Iglesia, asumiendo él mismo las responsabilidades por obispos infieles que no le dijeron la verdad de lo que sucedía con el cura en cuestión, Juan Barros, llevándole a cometer el error de apoyar a este funcionario de la Iglesia creyendo que lo estaban “calumniando” cuando lo acusaban de pedófilo, nada menos. Un delito execrable si los hay. Y buscando subsanar su error, en una acción drástica, convocó a Roma a todos los obispos chilenos para discernir las medidas a tomar para “reparar en lo posible el escándalo y restablecer la justicia”. Los obispos viajarán la tercera semana de mayo. También convocó a las víctimas, por las que dijo sentir “dolor y vergüenza”.

El daño a estos menores fue realizado y eso pesará en las conciencias de los perpetradores de los abusos, pero el Papa, conociendo ahora la verdad, no busca subterfugios, pide perdón y asume el camino de tratar de reparar lo que se pueda, ante el desastre.

Y en esto de la falibilidad, los errores tienen distintos tipos de consecuencia según la incumbencia. Claramente no reviste la misma gravedad un error de un jardinero que el de un médico, por sus posibles secuelas. El yerro de un médico puede importar –y de hecho así sucede- la vida a un paciente. Precisamente a dos meses de la muerte de Débora Pérez Volpin, se decanta de la pericia que a una lesión instrumental en el esófago fue el desencadenante del deceso. Y pese a que pasaron dos meses, en los cuales hubo idas y venidas, al fin se conoce que en el escrito del Cuerpo Médico Forense, la lesión en el esófago fue lo suficientemente grande como para que ingresara aire y terminara por colapsar distintos órganos.

Y aquí vamos a la cuestión moral, la de las actitudes y la de hacer o no lo correcto, lo que no se trata de errores sino de voluntarias elecciones. En el caso de la periodista nos encontramos con que la clínica fue un obstáculo; a fin de eludir las consecuencias sociales, jurídicas y económicas, le mintieron a la familia diciendo que tenían incertidumbre sobre la causa de la muerte cuando, en realidad, sabían lo que dice el informe, porque hablaron con los profesionales que la atendieron. Después sacaron un comunicado de prensa hablando de un paro cardíaco, algo de lo que mueren todas las personas, como es obvio y si no fuera trágico sería hasta gracioso poner esta excusa en un caso de mala praxis. Luego, sin ningún escrúpulo y sin ningún dato fehaciente que lo sustente, dijeron que Débora llegó a la fatal endoscopía en mal estado de salud, con tuvo hepatitis y úlceras por medicamentos; y resultó ser falso. Pero siguieron haciendo trascender supuestas enfermedades con las que llegó la paciente y hasta el endoscopio que entregó el sanatorio para los peritajes se sospecha que haya sido realmente el que se utilizó en el procedimiento.

En fin una mujer joven y sana muere por una práctica que se plantea como segura y las autoridades del Sanatorio de la Trinidad intentan por todos los medios complicar la trama de lo sucedido, sin reconocer el error –que a cualquier profesional y sanatorio le puede pasar- y dando vuelta la página de una vida que ya no volverá, pero sobre la base de la verdad. Ningún profesional entra a un quirófano con intención de matar, pero puede ocurrir involuntariamente en un error o realizar mal su práctica por diferentes motivos. Pero en cualquier caso y como en todos los órdenes de la vida, hay que asumir las consecuencias.

Para completar el oscuro panorama, horas antes de que se conocieran los resultados del informe forense, el juez en lo Criminal y Correccional Gabriel Ghirlanda presentó su dimisión al Tribunal Nº 57, que subrogaba desde hacía alrededor de un año. En su lugar asumirá Carlos Bruniard, también como subrogante. Un magistrado que parecía proteger a una de las partes, en este caso la clínica, que no hizo los allanamientos inmediatos, ni citó a todos los testigos sino solo a algunos.

Incluso según los testimonios, todos los testigos de la muerte de la periodista y diputada fueron previamente convocados a reuniones privadas con Eduardo Cavallo, director médico de la Trinidad de Palermo. Un típico caso de “preparación” de testigos para unificar un discurso exculpatorio para la clínica.

Aquí no se trata de una conspiración por la cual los profesionales de La Trinidad se confabularon para asesinar a Débora Pérez Volpin sino que cometieron un error en la entidad que le costó la vida a la mujer y esa es la actitud que se espera de quienes se equivocan: que asuman que no son infalibles y se hagan cargo de lo que su yerro generó, en este caso nada menos que una muerte. No hubo intención, pero hubo ineficiencia y así debieron asumirlo desde el comienzo, antes que buscar todo tipo de subterfugios para eludir responsabilidades.

Por eso decíamos al comienzo que falibles podemos ser todos, el problema es como encaramos el error una vez cometido: si lo asumimos dando las disculpas o no reconocemos el yerro y pretendemos tapar el sol con las manos. No es poca la diferencia.


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