Editorial

La corrupción estatal y la cotidiana


¿Cuánto de afecta es la sociedad argentina a la corrupción? ¿Cómo funcionan cuestiones como la coima para conseguir lo deseado o la posibilidad de enriquecerse fácilmente en el imaginario popular?

El interrogante no es ocioso en un país donde en la actualidad están yendo presos los funcionarios del Gobierno anterior y nos asombra porque la percepción que tenemos como ciudadanos es que desde Bernardino Rivadavia en adelante la mayoría de las administraciones nacionales hizo rico a más de uno, mientras el país se empobrecía y perdía las posibilidades de tomar el tren de la historia grande.

Y aunque ahora nos indignemos por las causas de corrupción, cuando se trata de grandes cifras que se manejan en el Estado, tenemos una muy benévola percepción para la pequeña corruptela, al punto que en varios momentos de nuestra vida (por no decir de cada día) somos parte y artífices de ella. En definitiva, como dice un informe presentado la semana pasada en Clarín a propósito de una encuesta sobre corrupción, hay una falta de autocrítica en los argentinos, porque vemos al resto como corrupto, pero nadie se ve a sí mismo como tal. Coimear a un inspector para evitar una multa o a un policía para que nos haga algún favor, no es visualizado como un acto ilegal sino como una picardía.

Y es así como se genera una percepción de que la corrupción tiene que ver solo con los casos mediáticos y ahí sí nos enojamos porque nos damos cuenta de que el dinero que falta en el Estado, es el que no ha ido a la obra pública, a la salud, a la educación. Es el momento en que se nos abre un panorama distinto respecto de la corrupción, pero siempre y cuando sea estatal y mediática.

Sin embargo, no pensamos lo mismo cuando dejamos de pagar un impuesto, cuando realizamos una transacción en negro o cuando tomamos del Estado un beneficio que, por ley, no nos corresponde. Nunca analizamos que estas también son formas de robar al erario público y en definitiva a nosotros mismos. 

En la cuestión cotidiana, donde son posibles actos como ofrecerle plata a un inspector para evitar una multa o vender un producto sin realizar ticket ni factura, la ciudadanía no se detiene a ver qué rol juega la población civil y no lo visualiza como un disvalor. Y en definitiva, no podemos ignorar que los dirigentes políticos surgen de esta sociedad y no de otra y en la medida que tengamos esta percepción tan baja de la corrupción, a mayor poder será mayor el delito a cometer.

Según el estudio realizado por una consultora de prestigio, el 36 por ciento de los argentinos ve probable coimear a un juez y el 40 por ciento asegura que se puede pagar al funcionario de un ministerio para recibir un favor. Lo ven como probable para hacerlo, de modo que de poco vale que luego se indignen si otro lo hace. 

Y aunque el 91 por ciento asegura que se sentiría obligado a denunciar un acto de corrupción si lo presenciara, solo el 6 por ciento de los encuestados considera que se trata del problema más importante del país. Evidentemente tenemos un modo muy particular de visualizar estos hechos.

Vista la cuestión de cómo somos los argentinos, tanto evitar con una coima una multa como adquirir mercadería que sospechamos o, peor aun, sabemos, que es robada, termina siendo moneda corriente. Lo hemos visto hasta el cansancio con las autopartes, con la ropa de marca “truchada”, por poner solo algunos ejemplos. A nadie le preocupa realmente la procedencia de lo que adquiere si el precio es conveniente. Del mismo modo que disfrutaba y mucho cuando creía (porque ya no es posible debido a las nuevas condiciones de indexación) que había obtenido un crédito a tasa fija que al año siguiente, en un país ciertamente inflacionario, pagaría “chauchas y palitos”. No percibe que, al fin, será en Banco Central el que terminará tapando el agujero, es decir todos nosotros, incluido el que se creía tan vivo.

Solo el 36 por ciento de los argentinos cree que el Estado ha progresado en la lucha contra la corrupción, quizá porque muy en el fondo y esto es una interpretación, no un dato duro, aunque parezca indignarse por la corrupción ajena, le teme a los cambios en este sentido, porque en algo incumple la norma. De modo que si hay un gran movimiento de transparencia en algo le puede tocar.

Lo cierto es que con la seguidilla de presos por corrupción, buena parte de la sociedad se alegra y dice sentirse aliviada al ver cómo, en la Argentina, quienes han robado al Estado pagan sus responsabilidades. Y es lo natural. Lo que no es tan normal es que al rato nomás esté ese mismo ciudadano violando alguna norma porque la viveza criolla pesa más que el sentido del deber. Esa sensación que parece resultar agradable de “aprovecharse” de cualquier situación de aparente ventajita nos marca.

Hay una anécdota muy interesante vista y oída en un país altamente desarrollado. Frente a los molinetes del subte, cada uno coloca su boleto y pasa. Hay un molinete libre y un argentino le pregunta al nativo ¿y ese molinete? La respuesta fue sencilla: “Es para aquellos que necesitan viajar y no tienen dinero para comprar el boleto”. A lo que el argentino retrucó: ¿Y qué pasa si yo que tengo dinero para el boleto utilizo ese paso? Con cara de asombro el nativo le contestó: ¿Y por qué haría eso?

La escena se completaba con largas filas en los molinetes y casi nadie para pasar por el liberado, solo aquellos a los que la necesidad les tocaba la puerta. Para el argentino era inimaginable que en nuestros subtes sucediera lo mismo, porque la mayoría por no decir todos optarían viajar gratis, para aprovechar la ventajita, aunque tuvieran dinero para el boleto. Esa es la mentalidad aprovechada que debiéramos corregir.

 

Evidentemente, tenemos mucho que trabajar en la Argentina en este sentido, para desterrar esa viveza criolla que nos hace daño, y transparentar el plano institucional. Tanto en lo cotidiano, como desde el Estado, debemos eliminar la corrupción dado el inconmensurable perjuicio evidente que nos ha generado.


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