Editorial

La mentira de Capitanich para defender lo indefendible


Para empezar, dos frases de la vida cotidiana: una, que del ridículo no se vuelve y dos, que no se puede tapar el sol con un dedo.

Esos dos dichos típicos del manual de frases argentinas le caben a la perfección al jefe de Gabinete de la presidenta, Jorge Capitanich que, sin que se le moviera un pelo, aseguró que en promedio, al final de este año, los asalariados argentinos tendrán una mejora en el poder adquisitivo.

Se basó en “parámetros objetivos” para lanzar tamaña aseveración que en la práctica cada argentino tiene la certeza de que es una falacia. Tal vez esos parámetros sean los índices del Indec, organismo que si bien ya no es tan burdo a la hora de oficializar los números, sigue siendo objeto de una fuerte intervención del Gobierno que ha pergeñado nuevas fórmulas de medición que presentan una realidad edulcorada.

El único parámetro objetivo que puede tomarse es el de la inflación, que para fin de año prevé superar el 40 por ciento en el acumulado anual. Mientras que los salarios, acordados entre los gremios y las patronales en las negociaciones paritarias, en ningún caso llegaron a ese nivel, ya que la mayoría rondó el 30 por ciento de incremento –generalmente de aplicación escalonada- con vigencia hasta la nueva tratativa prevista para marzo de 2015.

Pero más objetivo que eso es lo que le sucede a diario a cualquier jefe de familia cuando va al almacén, al supermercado o la estación de servicios. Y se potencia a la hora de comprar ropas, calzados, regalos o bien cuando tiene que abonar la prepaga o la cuota de la escuela, en estos casos para los que tienen la posibilidad de contar con esos dos “privilegios”.

Jorge Capitanich, el hombre que llegó para cambiar la dinámica del Gobierno y que emergió, en consecuencia, como un “bautizado K” en la carrera para suceder a la presidenta, queda muy mal parado en su presente y fundamentalmente de cara a sus aspiraciones políticas.

Su arribo a la Casa Rosada, como se recordará, se dio en el marco de la necesidad de mostrar una figura con espalda para amortiguar los problemas que debía afrontar a diario el Gobierno, en momentos en que la presidenta tuvo que menguar su ritmo de actividades tras la cirugía de cráneo a la que fue sometida el año pasado.

Muy rápido de reflejos, Capitanich se posicionó por sobre otros candidatos a ocupar el rol de jefe de Gabinete, rol que para esta gestión que significaba tomar las riendas de la comunicación del Gobierno con el mundo exterior y no la coordinación interministerial y administración general, como indica la Constitución. Recordemos que ni Néstor ni Cristina consideraron nunca necesaria la reunión de Gabinete para la interacción de los ministros nacionales. Lo cierto, que con tamaña exposición pública que le llegaría con el cargo, Capitanich buscaría acomodarse en la grilla de los “presidenciables”. Ante el llamado no dudó en dejar la gobernación de Chaco para instalarse en Buenos Aires. Su rival más cercano era Sergio Urribarri, el mandatario entrerriano, que goza de muy buena relación con Cristina Fernández de Kirchner.

El jefe de Gabinete empezó con mucho ímpetu pero pronto encontró escollos. Primero acotó sus intervenciones después de que el ministro de Economía, Axel Kicillof, los desautorizó tanto a él como al titular de la Afip, Ricardo Echegaray, por los cambios en el cobro del impuesto a los Bienes Personales.

El chaqueño entró pisando fuerte, con un cambio radical en la forma de comunicar, cuya principal variante fue la de tomar contacto con periodistas, algo que prácticamente ningún funcionario de los tres mandatos kirchneristas estuvo autorizado a hacer. Pautó encuentros diarios con los trabajadores de prensa y, aunque nunca admitió las principales falencias de la administración y que las cosas en el país no estaban bien –fundamentalmente en temas sensibles como la inseguridad y la suba de precios-, fue una medida acertada para que la gente común, a través de los medios, supiera en qué andaban los hombres y mujeres que toman las decisiones para todos los argentinos.

Pero bastante poco le duraron las ínfulas de ser “el dueño” del Gobierno, al menos de ser la cara más visible que comunicaba todo lo que sucedía en derredor de la Casa Rosada, cualquiera fuese el área o el tema. Porque desde las propias entrañas del poder le aplicaron el freno. El encontronazo más evidente fue con Kicillof, el joven ministro de Economía que es de lo más protegido por la presidenta. El titular de Planificación Federal, Julio de Vido también tuvo roces en plena etapa de cortes de energía por la ola de calor en el último verano, siendo estos los dos ejemplos más evidentes de que las distintas corrientes internas que tienen espacios de poder dentro del Gobierno están muy activas. De reojo también es mirado por Florencio Randazzo, otro que sueña con ser el sucesor. En tanto Daniel Scioli –por varios cuerpos el mejor posicionado pero con resistencia del núcleo duro kirchnerista- sigue en la suya, sin confrontar.

En síntesis, cuando Capitanich quiso mostrar sus alas y picar en punta para la sucesión (en definitiva ese fue el mensaje cuando la presidenta lo eligió) de pronto desde distintas trincheras kirchneristas le pusieron coto.

La política que implementó Capitanich ya generaba críticas internas. Más de un colega suyo del gabinete observaba que la alta exposición del jefe de ministros no terminaría nada bien.

El problema de Capitanich es que desde una Jefatura de Gabinete teniendo a una presidenta con un poder muy personalista, no tiene gestión para mostrar como sí poseen, por ejemplo, Randazzo y Kicillof en la órbita ministerial y Scioli y Urribarri desde sus gobernaciones. Pero sumado a eso, Capitanich suele dar pasos en falso, como el reciente al opinar, innecesariamente, que los aumentos de salario fueron superiores a lo que será la inflación anual. Para este caso hubiera sido preferible un “sincericidio” a una mentira. O directamente no hablar del tema, como siempre hizo la administración kirchnerista cada vez que un asunto le molestó más de la cuenta


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