Editorial

Las necesidades de un gobierno populista


De la manera que se la presente, la cifra hace ruido: 1.800 millones en un año o 5 millones por día. Ese fue el gasto del Gobierno en concepto de publicidad durante 2014.

Entrar en el debate de cuánto se podría haber hecho con ese dinero para ayudar de manera directa a la población sería incurrir en el masoquismo de lo que ya no fue ni nunca será. Y no es el fin de este artículo aunque sabemos que el lector hará sus cálculos medidos en cuántas viviendas, cuántos hospitales, cuántas escuelas, cuántos por cientos de aumentos en las jubilaciones y así hasta solucionar imaginariamente nuestros dramas cotidianos.

En cambio vamos a detenernos en otros aspectos de esta noticia: el cómo y el para qué.

Cuando hablamos de cómo, nos referimos a de qué manera el Estado invirtió ese dinero público que, dicho sea de paso, fue “engrosado”  por decreto varias veces durante el año, la última vez en diciembre por 182 millones de pesos. Es decir, que no se utilizó lo que nuestros legisladores aprobaron en el Presupuesto 2014 sino que, gracias a la discrecionalidad para reasignar partidas con que cuenta el jefe de Gabinete, se gastó un 56 por ciento más. ¡Y eso que no estábamos aún en año electoral! Cabe aclarar que las cifras difundidas no incluyen los avisos de Anses, Pami, YPF ni Aerolíneas Argentinas, entre otros entes autárquicos que manejan su propia caja publicitaria. Y tampoco se incluye en esos 5 millones diarios o 1.800 en el año la publicidad que se emite en los partidos por televisión del Fútbol Para Todos.

El criterio que debiera seguir la publicidad oficial es, básicamente, el mismo que cualquier comerciante persigue cuando anuncia sus productos: que lo vea la mayor cantidad de gente posible y, si se trata de un elemento para un mercado puntual, que llegue a ese sector particularmente. Así lo expresa la Relatoría para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh): “La publicidad estatal nunca debe ser asignada por los Estados para premiar o castigar los contenidos editoriales e informativos de los medios”. De acuerdo a la Relatoría, los recursos publicitarios deben asignarse según criterios preestablecidos, claros, transparentes y objetivos, que deberían evaluar distintos factores, tales como el perfil del público al que va destinada la campaña, los precios, la circulación o audiencia del medio respectivo. Para la Relatoría, la publicidad oficial debe orientarse a la efectividad del mensaje, esto es, a que la pauta sea recibida por el público al que se desea impactar con la campaña.  

Siguiendo esta línea, consensuada por referentes de toda Latinoamérica en el año 2003, esos millones de pesos debieron estar asignados proporcionalmente a medios que aportaran lectores, televidentes y oyentes, según se trate. Sin embargo, la Jefatura de Gabinete, sin que nadie se ruborizara, informó que, entre enero y mayo de 2014, el grupo de medios que tuvo más pauta oficial fue el de Sergio Szpolski y Matías Garfunkel, que recibió 69,6 millones de pesos, para los diarios El Argentino y Tiempo Argentino, Radio América y CN23, entre otros medios del holding conocido como Grupo 23. ¿Cumplen esos medios con la premisa de efectividad del mensaje como para ser canalizadores de la mayor parte de la “torta”? ¿Reciben Clarín y La Nación, medios con mayor circulación del país, una proporción acorde? Claro que no.

Entonces, ¿por qué quien menos diarios vende recibe más publicidad? Sencillamente porque se la utiliza como sistema de premios y castigos. Y cualquier ciudadano de este país lo puede notar, sólo que cuando a esa práctica le ponemos cifras en pesos y porcentajes, da escalofríos la impunidad del manejo que se hace no sólo de los dineros públicos sino de la información. Porque aquí, de lo que hablamos, es de “comprar” para “informar”. Este es el para qué del que decíamos que íbamos a hablar.

Si bien el lema de la gestión kirchnerista habla de un gobierno “nacional y popular”, más bien sus prácticas responden a un populismo “de manual”.

Los gobiernos populistas recurren descaradamente al uso partidista de todos los recursos del Estado, lo que naturalmente reduce al mínimo las posibilidades de que la oposición tenga presencia en el escenario informativo que no sea el mismo al que ellos convocan.

Para esto, el gasto publicitario simplemente no tiene límites. Idealmente, para los populistas la información debe ser monopolizada por el Estado, de manera que no se cuestione el discurso único ni se afecte el culto a la personalidad. Idealmente, y hablando ya de Argentina, el sueño de Cristina Kirchner sería despertar un día y que no existiese Clarín. Por esto la decisión de embestir a los medios independientes. También por esto la creación de los multimedios al servicio del Gobierno, a los que se disfraza de “públicos”, cuando lo cierto es que están enteramente al servicio del poder político.

Todo esto explica el crecimiento exponencial de gasto por propaganda. (100 por ciento en tres años).

En esto se recurre, además, a redes de medios de comunicación masiva que (por dinero) se transforman en sumisamente afines, a las que se alimenta con publicidad oficial, desoyendo abiertamente los fallos de la Corte Suprema de Justicia, como si no hubieran jamás existido. Tampoco se tiene en cuenta al Poder Legislativo, que es burlado como un niño ya que por un lado le ponen a consideración el gasto al tratarse el presupuesto anual, luego el Ejecutivo lo aumenta cuando y como quiere a través de decretos. 

El costo directo de la gigantesca máquina de aplaudir que se ha estructurado es realmente enorme, según queda visto. No cabe duda de que con esos dineros públicos se podrían hacer muchísimas otras cosas en beneficio real y directo de los ciudadanos. Pero pocos lo advierten, precisamente porque con esos fondos el Estado los mantiene distraído.

 

El populismo es una suerte de malsana religión política. Es también una adicción. Se expresa siempre con un estilo estridente, ampliamente conocido por los argentinos. Sus líderes exigen protagonismo exagerado y requieren tener a su disposición una audiencia constante, cuya complicidad emotiva apuntan a explotar. Para esto recurren a los mitos y a la exacerbación de los resentimientos, en un escenario donde la confrontación es permanente. En lo económico, la receta es simple: calmar los males del presente sin pensar en el futuro. Por esto, de pronto, cuando llega la inevitable hora de los ajustes, procuran disfrazarlos y disimularlos de mil maneras. Y para ello estarán muy dispuestos los medios que, de no ser por la publicidad oficial, no existirían.


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