Perfiles pergaminenses

Jacobo Guinni: playero de estación y dueño de un bar emblemático que funcionó en la ciudad


 Jacobo Guinni con su camiseta de Independiente el club de sus amores (LA OPINION)

'' Jacobo Guinni, con su camiseta de Independiente, el club de sus amores. (LA OPINION)

Tiene 88 años. Es fanático de Independiente y se describe como un hombre al que conoce todo el mundo. Tuvo una infancia que le impuso algunos sacrificios y a fuerza de trabajo consiguió forjarse un porvenir. Viudo, hoy transita sus días en la soledad de su casa y la compañía de los amigos del bar, reviviendo anécdotas.

Jacobo Guinni tiene 88 años y es conocido por las diversas actividades que lo tuvieron como protagonista de anécdotas imborrables de su memoria. Vive solo en la zona del Cruce de Caminos desde que enviudó en 2009. Había compartido su vida con Felisa, una mujer a la que conoció a los 30 años, con la que se casó al cabo de siete meses de noviazgo y con la que tuvo a sus dos hijos. 

Habla de su esposa con nostalgia y reconoce que su pérdida fue un golpe muy duro para él porque “cuesta acostumbrarse a vivir solo”.

Tiene rutinas de vida sencillas. La cocina comedor de su casa guarda los recuerdos de tiempos felices. Las fotos familiares conviven con aquellas que lo delatan hincha fanático de Independiente e inquieto por naturaleza. Recibe la entrevista sentado en el jardín. Coloca una silla mirando hacia el interior de su casa para ver televisión y “toma fresco” observando lo que sucede en su barrio. 

Llegó a Pergamino a los ocho meses de vida, así que se define como “un pergaminense”. Prácticamente no conoció a su padre, David, que falleció cuando él era un bebé. Se crió con su madre y la familia materna que los recibió en Pergamino donde se forjaron un futuro. Solo tuvo medio hermanos por parte de su madre, Dora,  y de su infancia recuerda que le tocó trabajar desde niño. Creció en el barrio Trocha, en Lorenzo Moreno. Fue a la Escuela Nº 6 cuando funcionaba en Joaquín Menéndez, frente a la Estación del Ferrocarril Belgrano. Solo hizo hasta segundo grado. “Trabajé desde chico, repartía leche con un carro. También fui cadete en la panadería  ‘La Nueva Moderna’, de José González Suárez. Después me convocaron para trabajar en Eslabón, cuando estaba en Luzuriaga y Alsina. Allí estuve siete años y medio”.

Le gustaba su trabajo de repartidor. Llevaba soda y Bidú Cola, además de productos de almacén porque en ese momento la firma Eslabón era mayorista de distintos productos, según cuenta en una conversación en la que el pasado y el presente conviven.

“Más tarde entré a trabajar en el Ferrocarril Belgrano, en el galpón de máquinas y finalmente fui playero de estación de servicio, una tarea con la que me jubilé”, relata.

Trabajó durante muchos años en la estación de Servicio YPF del Cruce de Caminos. Antes había incursionado en el rubro con Petaccio y Gercovich durante dos años y luego se trasladó a la YPF donde se jubiló. “Fueron más de treinta años trabajando en la playa, despachando combustible. Por ese trabajo me conoce todo el mundo y yo conozco a mucha gente.

“Conocí a mucha gente famosa allí, a Susana Giménez, Luis Landriscina que tomaba mates con nosotros, Horacio Guaraní, los Indios Tacunau, Torres Vila, José María Muñoz, Oscar Ruggeri y César Menotti, gente muy reconocida”, comenta y asegura que le gustaba su trabajo. “Además se ganaba bien, prácticamente vivía con las propinas que me daban por limpiar los vidrios; había gente muy pudiente”. 

 

La vida familiar

Jacobo organizó su vida con Felisa, una mujer con la que estuvo casado durante 52 años. Ella falleció tempranamente en 2009. Se habían casado un tres de octubre. Confiesa que fue la única mujer de la que pidió la mano. Recuerda aquel día y conserva una foto de su esposa en la billetera que lleva en el bolsillo. “Me recibieron con la escopeta cuando fui a pedir su mano, pero yo de verdad estaba enamorado. A los siete meses nos casamos, así que no le fallé a su padre, le prometí que me iba a casar y lo hice”, refiere en un relato que se enriquece con las anécdotas de aquel tiempo.  “La conocí porque tenía una parienta que vivía cerca de mi casa, pero para verla tenía que ir al campo. Ella tenía el pelo largo y un día recuerdo que llegué al baile, y no la reconocí porque se había cortado el cabello bien corto. Al otro día fui a pedir su mano. Llovía y tuve que hacer como cinco kilómetros, me bajé en La Magdalena, había unos gauchos, me indicaron cómo llegar a su casa. Golpee la puerta y me presenté. Nunca había tenido novia, tenía 30 años y me había enamorado”.

Cuando se casaron alquilaron una habitación para vivir en Ameghino y Paraguay y luego una pieza en calle Ecuador. Más tarde con un crédito del Banco Hipotecario accedieron a su primera vivienda: en  Ecuador y Catamarca. “Allí vivimos durante casi veinte años, hasta que mi suegro nos propuso comprar esta casa en donde vivo. El vivía al lado. Vendimos nuestra casa en 12 mil pesos, esta costó 20 mil y él puso la diferencia”.

Así fueron forjándose una vida. Asegura que en más de cincuenta años juntos se llevaron bien, con las diferencias de cualquier matrimonio. Recuerda las circunstancias en las que enviudó el 9 de mayo de 2009 y reconoce que le cuesta vivir solo. “La perdí en tres días y no hubo más nada que hacer. Quedé solo y me cuesta mucho, sobre todo de noche”.

Tiene dos hijos: Susana, casada con Oscar Pettinari; y Eduardo casado con Sonia Grigo. Sus nietos son: July, Sofía e Ignacio. Las fotos de cada uno de ellos están dispuestas en lugares estratégicos de su casa. Allí donde pasa sus días.

“Cuando no estoy acá voy al Club Desiderio de la Fuente o a la Comisión de Fomento del Cruce de Caminos a jugar al truco”, cuenta. Comparte esos momentos con gente querida y reconoce que amistad es una palabra “sagrada”.

“Tuve un gran amigo que ya no está y mucha gente conocida. También otro gran amigo, ‘Moralito’ Daniel Uljich”, agrega.

En la calle lo conoce todo el mundo y él se complace de ello. “Voy caminando y la gente dice: ‘Chau Jacobo’, ‘Qué tal Jacobo’, por el apellido no me conoce nadie”.

 

El bar

Atribuye ser conocido, o “famoso” como él mismo asevera, a las actividades que le tocó realizar durante   su vida. “Estar en la estación me mantuvo siempre en contacto con la gente y además al jubilarme puse el Bar Jacobo, en la avenida Hipólito Yrigoyen.

“Estuve atendiéndolo durante cinco años y después lo dejé en manos de mi hijo”, cuenta y recuerda que todo el mundo pasaba por el Bar, uno de los más conocidos y emblemáticos de una época de la ciudad.

“Yo había estado trabajando también en la Estación de Servicio del Segundo Cruce con Ermini, se vino el tarifazo y me hacían trabajar tres días por semana en vez de seis. Surgió la posibilidad de alquilar para poner el bar, fui a hablar con Ermini que me salió de garantía. Le alquilé al señor Scarlatto. Abrimos las puertas y todo el mundo iba. Parecía una romería. Primero alquilábamos las mesas de pool a una empresa de Rosario, más tarde las compramos, cambiamos los paños, las bolas y los tacos. La gente hacía cola para jugar. Venían de Arroyo Dulce, Rancagua, de todos lados”.

 

Independiente, una pasión

Lejos ya de la época del bar, guarda con nostalgia algunas vivencias de aquel tiempo. En el comedor de su casa, la charla pasa del trabajo a la pasión por el club de sus amores: Independiente.

“Soy un hincha fanático”, afirma y va hasta el dormitorio a buscar una camiseta de 1985 firmada por grandes de ese club de fútbol que le obsequió Dante Mírcoli. “Esta se va conmigo al cajón”, refiere con la naturalidad con la que a su edad se habla de la muerte. No se detiene a pensar en ella. Por el contrario, recrea las anécdotas de cuando en una cena en el Club 25 de Mayo fue por debajo de las mesas para besarle los pies a Ricardo Bochini, su ídolo máximo.

“Fui varias veces a la cancha y esperaba a la barra de Independiente cuando paraban en la estación de servicio, colgaba una bandera gigante y cuando se daban cuenta que era mía me querían llevar a donde jugaba el equipo”, menciona.

Así como disfruta del sentimiento que le inspira el club, se confiesa “bromista” para cargar a los hinchas de otros equipos. Su trabajo en la estación de servicio y la cercanía con el Bar El Refugio, lugar de parada obligatoria de muchos, fueron siempre el escenario propicio para las chanzas. “Han llegado a decirme de todo menos bonito”, confiesa.

“Un día había perdido Boca con Newell’s Old Boys, había un jugador de apellido Ramos, así que no se me ocurrió mejor idea que comprar un ramo de flores, entrar a El Refugio, dejarlas en una jarra en donde los hinchas de Boca estaban todos deprimidos y salir corriendo”, relata.

“Otro día me vestí de maestra porque Boca había perdido con Estudiantes. Hice mucho daño con mis bromas”, sugiere y con la camiseta en manos, sonríe reviviendo cada una de las anécdotas que lo mantienen vivo.


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