Editorial

Apostar a la utopía o quedar en lo conocido


Se suele decir que la razón por la que Argentina entra en crisis cada 15 ó 20 años es que su clase dirigente no se ha puesto de acuerdo en el modelo de país que conviene: que los gobiernos saltan entre el populismo y el liberalismo sin que ninguno se asiente.

Al asumir en 2015 Macri dijo que acabaría con eso a partir de lograr un consenso entre la industrialización –que implica una protección del mercado local a través de subsidios– y la liberalización –que sugiere limitar la intervención del Estado en la economía, la Justicia y el sistema financiero, entre otros-.

En general, durante el último siglo la economía argentina ha sido exportadora, pero hoy ese tipo de modelos están en decadencia, por múltiples factores. Argentina casi siempre fue un país exportador. Mantenerlo es un reto: hay que adaptarlo o nunca salir adelante.

El gobierno pretende adaptar el complejo industrial a esa realidad diversificando la canasta exportadora con productos como el biodiésel, el vino y los automóviles y, a la vez, desarrollar una economía de servicios que exporte software, ingeniería y servicios empresariales, turísticos y educativos.

Suena lindo pero para ello se requiere mucho más que decisión política (que en Argentina igualmente no es poca cosa para lograr, mucho menos conseguir que esa decisión sea continuada por otros mandatos). Esencial y primeramente hace falta un sistema educativo eficaz y un marco regulatorio del empleo que incentive la formalidad y la innovación.

Aprobar las reformas educativa y laboral, que en la oposición se ven como maneras de imponer sistemas favorables al sector privado, le dará varios dolores de cabeza para Macri, quien tendrá que construir puentes con la oposición para lograrlo. Por lo pronto sabemos que este primer paso no se dará precisamente este 2019, que es año electoral y todo queda supeditado al timing y las necesidades de las urnas. Así que demos por hecho un año más de atraso en el camino a un futuro emergente, del cual Argentina está, sin duda, muy lejos.

Primero, porque es difícil pensar en un proyecto basado en el consenso nacional cuando la política argentina, aun en el Siglo XXI, sigue siendo funcional a intereses sectoriales escudados en ideologías de clase. Y están, también, los problemas estructurales: los costos de logística en Argentina son de los más caros del mundo, poco menos de la mitad de los empleados trabajan en negro, la red pública de educación está en crisis, las ferrovías están desmanteladas y la Justicia es vista como la entidad más corrupta del Estado, entre otras cosas.

Además está el gran temor en el círculo rojo, donde abrevan los inversores, a que la principal fuente de financiamiento utilizada por el macrismo, la deuda externa, se pueda convertir en un dolor de cabeza dentro de cinco años, como pasó en los 70 y los 90, y con eso todo el proyecto se vendrá abajo y Argentina entrará en una nueva crisis.

Lo cierto es que con Macri Argentina está viviendo una “fiesta financiera” que en el futuro puede pasar factura.

Hasta ahora, la promesa macrista de un futuro mejor, tras este período durísimo de ajustes que nos convertirían en un país “normal” todavía genera réditos electorales.

Es difícil saber si los argentinos que votan por Macri lo hacen porque han comprado la idea de que se puede consolidar un modelo así, típico de países nórdicos o porque los empuja la certeza de haber sido robados durante 70 años y no quieren más de eso.

Ese futuro prometido, sin embargo, demorará. Y la pregunta es si los argentinos lo seguirán creyendo posible a medida que, en el corto y mediano plazo, no llegue.


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