Editorial

Comienzo del fin de la “Obamamanía”


Es muy difícil establecer algún tipo de comparación entre un proceso eleccionario (campaña incluida) en Estados Unidos y uno en Argentina. Prácticamente imposible porque son muchas las diferencias de sistema, pero principalmente las culturales respecto de una votación.

Para empezar, en Estados Unidos el sufragio no es obligatorio. Esto implica que hay que convencer al ciudadano no sólo de una propuesta de gestión sino de que se movilice a los centros de votación. Y si bien el voto es universal, hay que tener en cuenta que el acto eleccionario se realiza un día de semana (religiosamente el primer martes de noviembre), una costumbre que indirectamente deja afuera a una importante porción de la población compuesta por estudiantes y empleados. Si quieren participar necesitan sortear una serie de trámites dado que no es feriado, es decir que hay clases y se trabaja. Y dentro del pragmatismo que los caracteriza -lo mismo que su abocación al trabajo-, enroscarse en papeles y perder un jornal o día de clase por sufragar, no es una alternativa muy elegida. 

Es fácil deducir entonces que las elecciones no despiertan pasión alguna en la población norteamericana, son un trámite más, como quien renueva un carnet de conducir de tanto en tanto. Y esta falta de interés se relaciona directamente con que un cambio de signo político en el gobierno o de mayorías en las cámaras legislativas no les importa alteración alguna en sus vidas. Nada puede ser más insignificante que una elección en los Estados Unidos. Y este desinterés habla de una inmadurez cívica representada en la desmovilización política de la ciudadanía. No es una crítica sino una característica de una sociedad que desde 1776 transcurrió sin sobresaltos un orden democrático ejercido desde el bipartidismo. Mientras su cotidianeidad no se vea afectada, poco y nada le importa al estadounidense si lo gobierna un demócrata, un republicano o una corporación financiera por detrás del presidente de turno. Ni bueno ni malo; ellos son así y nosotros de otra manera, cada pueblo encarna su propia historia y ninguno es ejemplo para el otro.

Las del martes último fueron elecciones medio término. Se renovó la totalidad de la Cámara de Representantes (435 escaños) y un tercio de las 100 bancas del Senado. Y el resultado fue contundente: el Partido Republicano se quedó con la mayoría en ambos recintos, venciendo una vez más al Demócrata, al que pertenece el presidente Barack Obama. Es curioso que desde que llegó a la Casa Blanca en 2009, el afroamericano ha perdido todas las elecciones legislativas (pero conservó mayorías porque los mandatos parlamentarios son por seis años); no obstante, obtuvo su reelección en 2012. En este caso puede establecerse alguna similitud con Argentina porque ha pasado aquí que en las legislativas perdiera y revalidará en las elecciones ejecutivas. Pero la gran diferencia es que el tener o no la mayoría en el Congreso no es igual a una refrenda o un rechazo automático a las propuestas oficiales, cosa que aquí venimos padeciendo desde tiempos inmemorables. Mucho menos en el Senado, donde los representantes respetan a rajatabla los intereses de sus Estados (provincias), principalmente porque son sus ciudadanos los únicos que los pueden catapultar a la presidencia a través de las elecciones primarias. Es decir que, por convicción o por interés, los senadores votan según el beneficio de su territorio y con total prescindencia del partido político al que pertenecen. De todos modos, hay temas -sobre todo económicos, de inmigración y seguridad- en los que contar con la mayoría parlamentaria es el único modo que tiene el Ejecutivo de viabilizarlos. 

Cabe recordar que el federalismo es imperante en Estados Unidos y cada Estado puede establecer su propia legislación en la mayoría de los asuntos de orden ciudadano. De igual manera, la aprobación o no de una nueva ley, se da en el Senado de la Nación, razón por la cual controlarlo se constituye como el objetivo primordial de los partidos.

Por eso el Partido Republicano está exultante: ha conseguido su mayor victoria electoral desde que George W. Bush fue reelegido hace justo una década. Ha recuperado de forma clara la mayoría en el Senado. En la Cámara de Representantes ha batido su propio récord, fijado en 1946, y ha logrado 250 escaños, frente a apenas 185 de los demócratas. También han arrasado en las elecciones a gobernadores en estados tradicionalmente demócratas, como Maryland y Massachusetts. En síntesis, Estados Unidos ha enterrado, sin honores, la era de Obama. Estos resultados se suman a las derrotas demócratas en las elecciones legislativas de 2012, 2010 y 2008 para convertir a Obama en el presidente bajo cuyo mandato su partido ha perdido más asientos en el Legislativo desde Dwight D. Eisenhower, que dejó la Casa Blanca en 1960.

Para lograr este resultado los republicanos tuvieron que romper la coalición de votantes que había llevado a Obama al poder: mujeres, jóvenes, negros e hispanos. El martes, esos cuatro grupos se quedaron en casa, trabajando o en las universidades. 

Esta nueva situación obligará al presidente a recalibrar sus apuestas en los últimos años que le quedan en la Casa Blanca; están en juego políticas clave como las decisiones ejecutivas sobre inmigración prometidas, así como la continuación de la implementación de su emblemática reforma a la salud, su programa bandera del primer mandato que los republicanos han tratado de derogar desde que se convirtió en ley en 2010.

Y ahora que no cuenta con mayoría parlamentaria Obama probablemente no pueda elegir a sus candidatos para el gabinete, jueces, embajadores y otros cargos de confianza; es previsible que encuentre mayor oposición en el Senado que debe considerar esas postulaciones. Y sobre todo no podrá confiar en muchos de los miembros de su partido porque un gran número de candidatos renegó del presidente durante la campaña por miedo a perder votos. Traidores hay en todo el planeta.

Obama tendrá que buscar el equilibrio entre fomentar consensos con los republicanos (en temas, por ejemplo, energéticos) y tratar de impulsar proyectos de corte no tan popular para la base más conservadora del partido que ahora es mayoría. ¿Y entonces qué pasará con la reforma migratoria?

Se trata de una promesa electoral de Obama que, tras ser aprobada por la mayoría demócrata en el Senado, languideció en la Cámara de Representantes controlada por los republicanos y llevó al mandatario a prometer acciones unilaterales de menor alcance.

Estas inicialmente estaban previstas para finales de septiembre en Estados Unidos, pero el presidente las postergó hasta después de las elecciones de este martes ante la preocupación de que pudiera afectar a algunos candidatos demócratas. Contentó a los demócratas pero menoscabó el entusiasmo de los latinos, como hemos planteado.

Obama muy probablemente anunciará sus medidas antes de que finalice el año y, según los análisis previos al desastre electoral demócrata del martes, es probable que busquen evitar la deportación de millones de indocumentados, de manera similar a como ocurrió en 2012 con el Programa de Acción Diferida (Daca, por sus siglas en inglés). 

Lo que tienen claro los inmigrantes, fundamentalmente los latinos, es que por muchos años la “green card” (ciudadanía) no será una realidad para ellos. “El no tiene el poder que tiene el Congreso, no habrá permanencia en lo que anuncie”, sostienen. Y es impensable que llegue de la mano de un republicano.

“Lo que sabemos seguro es que cualquier cosa que el presidente anuncie será temporal, no lo puede hacer indefinido”, dijo Angela Marie Kelley, analista de temas migratorios.

Ese es el signo que puede marcar el resto del período de Obama, quien como marca la tradición política estadounidense, verá su influencia debilitarse a medida que se acerca al final de su mandato.


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23 de Marzo de 2024 - 05:00
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