Editorial

Covid-19: la necesidad de humanizar el cuidado y respetar el derecho al “buen morir”


La muerte de una joven afectada por una patología oncológica en la provincia de Córdoba y la imposibilidad de despedirse de su padre por las medidas que rigen en el marco de la pandemia de coronavirus- su progenitor vive en la provincia de Neuquén- se instaló en la agenda pública por el pedido desesperado de Solange Musse de despedirse de su padre y la desatención que la burocracia impuso despiadada, para obstaculizar el cumplimiento de ese último anhelo. El caso abrió un debate acerca de la deshumanización que está sufriendo la propia sociedad privada de ejercer sus derechos esenciales como cumplir con el rito de despedir a los seres queridos cuando parten.

Morir en tiempos de coronavirus, independientemente de las causas clínicas que originen ese deceso condiciona ciertamente la posibilidad de la despedida. Los velatorios están restringidos y sometidos a rigurosos protocolos para evitar la aglomeración de personas. Y todo lo que se comprende en términos sanitarios genera contradicciones cuando roza cuestiones simbólicas no menos importantes por lo que las despedidas hacen al inicio de los procesos de duelo.

Todo está alterado en el sistema de salud. El modo de tratar las patologías, incluso aquellas como las oncológicas consideradas prioritarias; y el modo mismo de abordar a los pacientes con diagnóstico de Covid-19, que son aislados y en ese aislamiento, privados del contacto afectivo con sus seres queridos, salvo por aquellas alternativas que ofrece en los casos en que resulta posible el uso de algún dispositivo tecnológico.

El aislamiento si bien es el modo más efectivo de limitar la propagación del virus, muestra claramente cómo una enfermedad hasta hace poco desconocida vino a poner en jaque la esencia misma de las pautas de relación de la vida en sociedad y a trastocar aspectos medulares que hacen a nuestra propia cultura, predispuesta a acompañar y asistir.

¿Dónde queda la compasión frente a la frialdad de estrictos protocolos que impuso la pandemia? ¿El temor al contagio pesa más que los gestos de humanidad que son necesarios en algunas situaciones?

Como contracara de estos interrogantes, el rigor que aplica para un padre que quiere llegar a la provincia en la que estaba muriendo su hija se flexibiliza para permitir que cualquier ciudadano escudándose en una actividad supuestamente esencial o valiéndose de permisos y excepciones justificadas vulnere cualquier tipo de control y vaya de un lugar a otro. Ni hablar de la dirigencia política que no se ha privado en tiempos de pandemia de compartir en uno y otro lugar de la geografía reuniones y encuentros de todo tipo, vedados para el ciudadano de a pie.

¿Se habilitan diversas actividades pero no se deja acompañar a morir?

Como parte de una misma realidad en los últimos días los noticieros de la televisión y las redes sociales se hicieron eco de la historia de una enfermera que en uno de los distritos del Conurbano más calientes de la pandemia permitió que un hijo viera a su madre conectada a un respirador cuando la conmovieron las lágrimas de un joven que venía de cremar los restos de su padre fallecido causa de esta enfermedad cruel y letal que confina la instancia terminal del padecimiento a la más absoluta soledad. El relato periodístico conmovió por la extrema sensibilidad de una agente del sistema de salud. Pero ganó espacio en la escena pública por lo excepcional, marcando sin dudas lo que en el contexto actual de la pandemia comienza a aparecer como una necesidad.

Así como se ensayan protocolos para regular y adecuar el comportamiento social a “la nueva normalidad”, quizás haya que idear instrumentos para propiciar el buen morir.

Algunas experiencias que comienzan a llevarse adelante en distintos espacios de salud aparecen de algún modo como antecedentes que van marcando el camino. El esfuerzo denodado de los equipos de salud por hacer más llevadero el aislamiento de los pacientes, comienza a estar un poco más acompañado por la definición de normativas que sirvan para pensar un modo más humanizado en el tratamiento del paciente con Covid-19.

La implementación de una iniciativa en el Sanatorio Mater Dei en la ciudad de Buenos Aires y las propuestas que estudia el Ministerio de Salud de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires abren un horizonte.

Poner la mirada sobre esta situación es introducirse quizás en unos de los aspectos más controvertidos y sensibles del abordaje de esta patología. Reflexionar, escuchar las historias es ingresar al territorio íntimo de las vivencias. Pero el buen morir y el cuidado compasivo de los pacientes no es algo de la órbita privada. Mucho menos en el contexto de una pandemia.

Quizás, así como la sociedad está convocada a aprender a convivir con el virus hasta que aparezca la vacuna, también sea necesario establecer protocolos que humanicen el cuidado. Que no quede en la responsabilidad individual de una determinada institución, o en la actitud empática de los profesionales de salud, sino que se sistematice un modo en el que, extremando todas las medidas de cuidado para evitar contagios, puedan idearse modos para que familiares puedan visitar a sus seres queridos cuando transitan la instancia terminal de la enfermedad causada por el virus que puso patas para arriba el mundo. Y de la mano de ese protocolo tan necesario como urgente, minimizar la crueldad que de por sí impone está enfermedad que llegó para interpelarnos en todas nuestras formas de vivir y de morir. En tiempos en que la ciencia ha dado muestras de su potencialidad y todos los sistemas políticos y sanitarios del mundo se han puesto a trabajar a destajo detrás de la vacuna o del tratamiento, tal vez sea tiempo de pensar también en los que no le ganan la batalla, y en los que quedan, para mostrarles que aún en contextos de enormes riesgos y gran incertidumbre el mejor aprendizaje que vamos tomando de este proceso es el de salir siendo más humanos.


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