Editorial

Crisis en Bolivia


Antes de emitir una sola palabra sobre la situación en Bolivia, es importante para esta página plantear un par de premisas: las decisiones de un país no pueden ni deben ser juzgadas por terceros, puesto que solo quienes allí viven pueden tener una visión acabada de la realidad. En segundo lugar, la situación que se vive en Bolivia muta minuto a minuto por lo que mucho de lo que aquí se exprese puede resultar obsoleto u ocioso al momento de su lectura. Aclarado esto, intentaremos verter algunas observaciones sobre los hechos - nos abstenemos de calificarlos, por lo antes dicho- en el vecino país.

Lo único en que hay unanimidad en la observación es que era cuestión de tiempo. Quizás desde Argentina o cualquier otro país no lo veíamos venir, pero con total seguridad que los bolivianos sabían que esto iba a pasar. Estas cosas no se arman de un momento al otro y los argentinos lo sabemos. Evo Morales se había quedado solo. La oposición presionaba en las calles. Los militares le quitaron el apoyo. La Policía se había amotinado. Y un informe de la OEA confirmando gruesas irregularidades en el escrutinio de las elecciones del 20 de octubre, en las que se había adjudicado un cuarto mandato consecutivo, fueron solo los detonantes de una situación que se estaba desmadrando hace tiempo. ¿Desde cuándo? Como siempre, desde que un gobierno deja de escuchar al pueblo. Y ello en Bolivia sucedió cuando Evo desoyó el resultado del referéndum popular que le ponía freno a la reelección indefinida, en el año 2016.

Hoy el principal problema de Bolivia ya dejó de ser la debida o indebida continuidad de Morales en el poder, ni siquiera el vacío institucional que devino con su salida, sino la incendiaria polarización entre sus seguidores, que se refugian en la épica de haber sido víctimas de un golpe, y sus detractores, reunidos en una oposición tironeada entre un sector moderado que no logra hacer pie y un ala de derecha que crece y se muestra más y más extrema.

Sin hacer calificaciones ni cayendo en nominaciones que pueden resultar improcedentes, solo basándonos en la formalidad de los hechos, lo que vale decir es que Morales dimitió. Cierto es que lo hizo luego de que las Fuerzas Armadas bolivianas anunciaran que le retiraban su apoyo y le dijeran que debía dar un paso al costado para pacificar Bolivia. Algunos dirán golpe, otros, renuncia. Algunos que lo sacaron los militares, otros que el pueblo que venía reclamando desde hace tiempo. Las lecturas siempre son sesgadas. Si no, citemos por caso nuestra propia historia con la salida en helicóptero de De la Rúa o lo que sucede con Piñera en Chile. A estos cuadros de situación nadie osa llamarlos golpes de Estado, ¿porque son (o fueron) administraciones “de derechas”? ¿Porque si no intervienen militares no se lo puede considerar un atentado a la institucionalidad o a la democracia? ¿La presión para las dimisiones anticipadas solo es improcedente si vienen con botas calzadas? Como decimos, las interpretaciones de hechos, aunque sean similares, siempre son distinas.

Otra similitud que tienen estos estallidos que a la sazón fueron mencionados es que han decantado ante las crisis o el descontento económico, dejando al desnudo la fragilidad de las instituciones democráticas latinoamericanas. Es como que si el bolsillo está contento, no importan otros aspectos como el fraude, la falta de alternancia, el nepotismo.

Sin embargo, esta “carta blanca” que da no el buen pasar sino el buen sentir (son cosas diferentes) de la economía, se cobra su precio más temprano que tarde. Para Morales, el error fue creer que el éxito económico y la estabilidad política lo habilitaban a desoír la voluntad electoral de los bolivianos y a moldear las normas, con la ayuda de la Justicia, para adaptarlas a su sueño de ser un presidente eterno.

Como sucede con la dirigencia de otros países, Morales pensó que avanzar contra la pobreza y poner dinero en el bolsillo de la gente son condiciones suficientes para gobernar sin atender otras aspiraciones de la sociedad, como lo son la de la alternancia democrática y la salud institucional.

Desde el referéndum de 2016, en el que los bolivianos le dijeron que no debía presentarse a otro mandato, Evo tuvo tres años para escuchar y entender ese reclamo pero se empecinó en ignorarlo, hacia dentro y fuera de su partido, el Movimiento Al Socialismo (MAS).

Hacia afuera, en lugar de respetar el resultado de la consulta buscó convertir su popularidad en un cuarto mandato con el aval de la Corte Suprema, que le renovó la posibilidad de presentarse a otros comicios porque era su “derecho humano”. Sí estimado lector, por si no le recordaba, este fue al argumento del máximo tribunal para habilitarle aquello que el pueblo, sabiamente, le había negado. Y en esto podemos coincidir todos los ciudadanos, de cualquier partido o ideología: la reelección indefinida no es sana y va en contra del espíritu de la democracia como forma de gobierno.

Habiendo tomado el atajo judicial, el camino de Morales hacia las elecciones de octubre pasado estuvo repleto de señales de que si no respetaba el mandato del referéndum, al menos debía asegurar la transparencia de los comicios presidenciales.

A la par de estos desacuerdos institucionales, la economía -gran catapulta doméstica e internacional de Morales- comenzó a mostrar sus debilidades. Pese a que la pobreza cayó de 38 a 15 por ciento desde 2006, la baja del precio del gas, el creciente déficit fiscal y la reducción de las reservas oscurecieron el futuro próximo de Bolivia. Algo similar sucedió, en su momento, con el petróleo para Venezuela o la soja para Argentina; como decíamos más arriba, con los vientos de cola del mercado internacional a favor, todos los gobiernos son buenos y la sociedad no sopesa la calidad de la gestión.

La otra cara de los vaivenes de la campaña de Morales fue la carrera de la oposición. Durante años, Evo la neutralizó con sus logros económicos

pero la oposición se reanimó y empezó a capitalizar el descontento institucional que había dejado el aval de la Justicia a la candidatura de Evo.

Carlos Mesa, presidente en 2003, que asumió en medio de la crisis que había dejado la renuncia de Gonzalo Sánchez de Lozada -presionado justamente por el entonces sindicalista cocalero Evo Morales- lo enfrentó en las urnas. La noche del día electoral, súbitamente, el escrutinio que indicaba que debería haber un ballottage entre Morales y Mesa, se detuvo. Al recomenzar, 12 horas después, los resultados señalaban que el presidente obtendría la reelección en primera vuelta. Y Bolivia se movilizó, dividió y violentó. De allí que afirmamos que esta crisis que parece haber detonado este domingo, en realidad estalló hace tres semanas, y a su vez se viene gestando desde hace tres años, por no acatarse la voz de la mayoría.

Evo se empecinó en defender un conteo de votos que todos descontaban como viciado. Perdió el respaldo de sus socios de siempre: desde mineros e indígenas hasta el sindicato obrero, lo fueron abandonando a medida que la oposición se hacía fuerte en la calle. Las estocadas finales fueron las de los motines policiales y la del comunicado de las Fuerzas Armadas.

Finalmente, el informe de la OEA, confirmaría lo que todos sabían y Morales se negaba a admitir. En uno de sus puntos, dice: “En los cuatro elementos revisados (tecnología, cadena de custodia, integridad de las actas y proyecciones estadísticas) se encontraron irregularidades, que varían desde muy graves hasta indicativas. Esto lleva al equipo técnico auditor a cuestionar la integridad de los resultados de la elección del 20 de octubre pasado”.

A solas con su error y presionado por el lapidario informe, Evo decidió el domingo convocar a elecciones. Pero no fue considerado oportuno ni suficiente y, parada en el límite entre lo legal y legítimo, la oposición exigió más y fue por la renuncia total de Morales y su cadena de sucesión. Lo que sucedió desde entonces entra en el terreno de lo opinable, aunque no deberíamos puesto que a la distancia no se cuenta con todos los elementos. Y cuando no se tiene información de primera mano, pasamos a ser parte de la grieta comunicacional que acompañó cada uno de estos movimientos. Es así que, frente a una misma sucesión de hechos, tenemos sectores que hablan de renuncia por fraude, de presidente “renunciado”, de golpe de Estado.

Mientras la política hace su juego, lo urgente es detener la violencia en Bolivia. Luego será el momento de la continuidad institucional; veremos si la oposición es capaz de no caer en el revanchismo que todo lo nubla y posterga las reales necesidades.


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