Editorial

De arriba hacia abajo o de abajo hacia arriba, somos un desorden


Argentina está desordenada. Ya ni siquiera se trata de la grieta. Estamos riesgosamente acercándonos, como sociedad, a un límite indeseado. La democracia no tiene espaldas para todo. Es decir, el voto legítimo de los ciudadanos no cubre los excesos. La libertad no es irrestricta, por más que vivamos en un Estado de derecho, con garantías constitucionales y todo lo que viene detrás de estas premisas. Salvo que vivamos solos, como en una isla, la libertad de uno termina cuando comienza la del otro, algo tantas veces dicho pero nunca encarnado en hechos.

Hay demasiadas inconductas ciudadanas, a toda hora, todos los días, a cada pasado. Todos, sin excepción, actuamos incivilizadamente, sino varias, al menos una vez al día. Pensemos: estacionar en doble fila, sacar la basura o ponerla en los contenedores verdes a cualquier hora, cruzar a mitad de calle en lugar de usar la senda peatonal, no facturamos nuestras ventas, no exigimos el ticket, tiramos papeles y demás descartes en la calle. En fin, desde lo más imperceptible hasta los actos más nocivos, todo argentino tiene alguna de estas actitudes en el día. En síntesis, vivimos en una Argentina desordenada, cuyo desorden llama al desorden. Así como el orden llama al orden. Este axioma es fácilmente verificable: cualquiera que haya viajado a un país nórdico o anglosajón, por citar los casos emblemáticos, habrá notado que no hay un papelito en la calle. En ese ámbito, el argentino que habitualmente se come un caramelo y arroja e envoltorio no osa a repetir esa acción tan común para él y para todos en nuestro país.

Es muy difícil descifrar cuál es el huevo y cuál la gallina. Dicho de otro modo: ¿somos así porque siempre nos han gobernado desde el desorden y el desapego a la ley o tenemos gobiernos corruptos y erráticos porque como sociedad no exigimos ni admitimos otra cosa? ¿Quién es el reflejo de quién? ¿El Gobierno de la sociedad o la sociedad del Gobierno? 

Si bien vivimos escuchando discursos de apego democrático y al Estado de derecho, ningún gobierno argentino ha reflejado en sus conductas ser esclavo de la ley. Se percibe que las reacciones políticas responden mucho más otros factores, como la repercusión en la opinión pública, que al respeto a la ley. Todos sabemos que la opinión social cambia de humor según sus vivencias, no según lo que marca la ley. Es decir, los argentinos viven a diario la violencia de las distintas inseguridades, opinan en consecuencia y las más de las veces los gobiernos dejan de hacer lo que es debido al respecto para hacer aquello que pretende la sociedad.

Argentina está desordenada porque además de no tener los gobiernos apego a las leyes, ninguno ha tenido, nunca, jamás,  un plan político ni económico. Ni los del Siglo XIX, ni los del XX, ni los recientes. Todos han asumido y han navegado  las aguas que le tocaron y así fuimos siempre a la deriva,  llegando a distintos puertos, con mejor o peor suerte. Antes por lo menos, durante las campañas, se presentaba un plan: la ya olvidada plataforma. Ahora ni eso, ni promesas. Solo espejitos de colores y promesas de estar mejor pero nadie dice cómo se llegará ese estadio, cuál será la hoja de ruta. 

El Gobierno actual, por ejemplo, sigue con su política de prueba y error. No es reforma permanente, es búsqueda de aciertos permanente. Cuando estos se vuelven mezquinos y la ponderación positiva del Gobierno cae, todo se vuelve una desesperada búsqueda para hacer pie firme ante una sociedad desconforme. Chocobar es un caso. También Moyano. Convengamos en que al Gobierno Cristina Fernández de Kirchner ya no le rinde como antes. Tampoco todos los presos del kirchnerismo. Por eso se lo coloca a Moyano como actor protagónico en la obra “Yo, el peor de todos”.

Días atrás trascendieron ciertas definiciones del presidente con respecto al modelo de país a seguir. Eligió para ello a Australia y reflexionó que tenemos tantas riquezas naturales como dicho país (litio, energía eólica, gas y turismo). Pero para ser Australia nos faltan atributos elementales. El primero, apego a la ley, seguridad jurídica, para que haya quien quiere invertir su dinero en estas industrias aquí y no en otro lugar. Y eso depende tanto de los sucesivos gobiernos como de los trabajadores y sus sindicatos, que deben aceptar que el mundo ha cambiado y se requieren nuevas leyes laborales, que incluso pueden implicar la pérdida o el cambio de ciertos derechos que ya tienen 70 años, sencillamente porque como decimos el mundo es otro, y no pueden imponer su voluntad por la fuerza y por medio de la huelga. Y la otra cuestión que nos aleja de ser como Australia teniendo el mismo potencial, es el destrato que se le viene haciendo a la industria nacional, que es justamente la que tendría que estar fabricando las turbinas para la energía eólica o las baterías con el litio, por ejemplo.

De momento,  el presidente Macri habla de la apreciación del peso, lo que significa que continuará el proceso de desindustrialización que viene padeciendo nuestro país.

Hace 40 años que Argentina viene creciendo como el tigre asiático pero de la pobreza; desde 1974 hasta la fecha venimos creciendo en pobreza al 7,1 por ciento, mientras que en igual período el PBI creció al 0,4 por ciento. Carlos Pellegrini llamó a un sueño colectivo que sintetizó diciendo: “Sin industria no hay nación”. Pasó más de un siglo y este convite no encuentra adhesión.

Para que la invitación al sueño colectivo de Pellegrini se haga realidad se necesita de la educación. Un dato preocupante es la deserción en el ámbito universitario; también es notoria en el ámbito de la escuela secundaria, a pesar de que es gratuita (no para la sociedad en su conjunto, como siempre aclaramos). Cómo sería si al igual que los países vecinos fuera arancelada o su ingreso estuviera supeditado, en todos los casos, a la aprobación de un riguroso examen.

Sin apego a la ley, sin educación, sin industria, sin consenso político y sin plan, Argentina no podrá salir de la decadencia que se viene acentuando año tras año.


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