Editorial

Dime a quién le hablas y te diré a quién escuchas


Alejandro Catterberg, director de la consultora Poliarquía, realizó una distinción muy precisa, fundada en estudios de seguimiento sobre la opinión pública y los medios, en una entrevista que le realizó el periodista Francisco Olivera.

En primer lugar, sostuvo que los consumidores de programas políticos, los que siguen la discusión pública con atención y la tienen como algo relevante en su día a día, no son más que un 50 por ciento del electorado. Y agregó, en esa misma conversación, que dentro de ese porcentaje se encuentran aquellos que se definen políticamente de manera más clara y contundente. Estos últimos, los militantes, son una parte de esa gran mitad. A ella, a la gran mitad que incluye a los más definidos junto a los interesados, le hablan los medios, los programas televisivos, podcasts, radios y redes sociales, cuando abordan cuestiones políticas.

El otro porcentaje, los denominados votantes, no consumen preferentemente información política y sus intereses están centrados en otras cuestiones. Catterberg lo expresó en forma explícita: “No les interesa lo que estamos hablando ahora, no ven tu programa, ni otro similar”, le dijo al conductor de Terapia de Noticias, programa que emite la señal LN+.

El problema de esta situación se genera cuando la política, en especial los que la hacen, le habla solo a su militancia, a su grupo, a su espacio, descuidando a la mayoría, a los votantes, para utilizar el término genérico que el analista de tendencias sociales esgrimió. Luego, los medios reflejan esa circunstancia, esa especie de conversatorio entre políticos y “círculo rojo” de la sociedad votante, creándose una retroalimentación entre la política, sus seguidores más fieles y los programas que reflejan la discusión sobre los asuntos públicos. Esto produce una lejanía, una distancia entre la dirigencia y los reales problemas del hombre y de la mujer de a pie. Una falta de comunicación, una ausencia de mediación entre unos y otros, una carencia de puentes para canalizar las reales problemáticas de la ciudadanía. Una burbuja, un microclima aislado del resto de la sociedad.

En una coyuntura como la actual, en que la incertidumbre acerca del futuro, el aumento del desempleo, la desvalorización de la moneda, la pérdida del poder adquisitivo de los salarios, la estrepitosa caída del PBI, más los efectos económicos y psicológicos de la pandemia, la realidad que describe Catterberg enciende una alarma más. Y se prende cuando la política habla de sus temas, los que son de su exclusivo interés y de sus seguidores, a uno y otro lado. O para los lados que fueren. Un ejemplo claro de ello fue la votación en el Senado nacional, del sobre el traslado de los jueces Castelli, Bruglia y Bertuzzi. Un tema necesario y propio del Poder Ejecutivo Nacional, motivado por razones más oscuras que luminosas. O la discusión en Diputados sobre el impuesto a la riqueza, una temática que, desde distintos ángulos de la ciencia económica, tal y como está planteado, va a generar más problemas que soluciones concretas. Y que no roza ni aborda los grandes problemas que en materia impositiva tiene el país.

Oficialismo y oposición caminan por la cornisa, desconectados de los problemas de la ciudadanía, que requiere soluciones contundentes para los agudos problemas a los que se enfrentan aquellos que trabajan en forma independiente, los empresarios del sector productivo, del comercio y de los servicios, los desempleados, los cuentapropistas que trabajan en la economía informal y los asalariados que ven disminuir sus ingresos en términos nominales y reales. Se suma a estas realidades un factor que les da otra dimensión y que por ello, no debe descuidarse. La alarma más preocupante: la desilusión, la pérdida de la esperanza que se está comenzando a sentir en amplios sectores de la ciudadanía. Y no nos referimos a ella en relación al Gobierno sino a algo más relevante, que está por encima de la actual administración y de las anteriores, que no es otra cosa que el descreimiento en las posibilidades presentes y futuras de la Argentina.

Pero para calibrar la medida de la desilusión no hay que escuchar solo al militante, que en general va a acompañar a unos y a otros, por ideología, por simpatía o por todas las razones loables que pueda esgrimir. Hay que escuchar al votante en general, a la gente de a pie. Percibir sus problemas, calibrar sus anhelos, empatizar con sus miedos, recrear sus ilusiones. La política, la buena, la necesaria, la democrática, sirve para eso. El país la necesita de forma urgente. 


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