Editorial

Edad de imputabilidad, un debate serio que ya no puede esperar


Cada tanto, la muerte de una persona a manos de un menor de edad reabre el debate en Argentina sobre la edad en que los ciudadanos pueden ser imputables. Cada caso cometido por menores armados, por esos parámetros que maneja la prensa nacional, naufraga en la intrascendencia o toma envión como para convertirse en uno de esos hechos paradigmáticos, los que marcan un antes y un después en la historia y que obligan a revisar las leyes penales. Así lo fue, por ejemplo, el asesinato de Axel Blumberg en 2004, a partir del cual se introdujeron varias modificaciones al Código Penal.

Pero lo cierto es que no hay que esperar más hechos desgraciados para, de una vez por todas, debatir seriamente y tomar un rumbo en esta materia.

Cada caso trae aparejada una polémica en la que toma posición toda una sociedad que, al tiempo que se conmociona ante lo irreparable, sufre a diario los embates de delincuentes, casi siempre jóvenes que, cada vez a más temprana edad e impulsados muchas veces por los estragos que provoca el consumo de sustancias, salen a la calle a robar, a matar o a morir.

Cada vez que sucede un episodio de estas características se instala un intenso debate sobre el marco jurídico vigente en materia de delincuencia juvenil. Y abre brechas por las cuales transcurren profundas cuestiones ideológicas. La edad de los menores que cometen delitos gana el primer plano de todos los argumentos y la baja de la edad de imputabilidad se erige nuevamente como un pedido a gritos desde algunos sectores.

El debate que debe darse está obligado a ir en esa dirección. Pero tiene el imperativo de permitirse reflexionar y abordar aristas de esta problemática que son mucho más profundas. Y que tienen que ver con condiciones de vida de la sociedad en su conjunto. Porque a la par que se discute y se reclaman tratamientos legislativos, la crónica periodística sigue reproduciendo hechos delictivos cada vez más violentos protagonizados por menores, cada vez más chicos. La calle los conoce, en los barrios de toda la geografía del país se los identifica. Tienen nombres y apellidos. Tienen historias y delitos. Cortas vidas y tremendas consecuencias.

En este marco, el debate que se debe la dirigencia política argentina aparece como una cuestión que no admite demoras. Tampoco especulaciones electorales ni demagogias. Sí madurez y mesura. Sabiendo que del establecimiento de un marco jurídico apropiado depende la posibilidad cierta de encauzar y comenzar a resolver uno de los problemas más acuciante que tiene la sociedad, aunque a veces quede en un segundo plano, superado, como ahora, por la coyuntura económica. 

Crear ese marco significa trabajar sobre la legislación y reflexionar sobre la justicia. Crear condiciones apropiadas y cumplir reglas. También fortalecer políticas de prevención del delito y diseñar estructuras para contener las deficiencias tutelares que hay en torno a la problemática juvenil.

Dar esta discusión y abordar seriamente esta problemática es una cuestión urgente. Esto importa comprometerse y desentrañar cuestiones que le posibiliten a la sociedad hallar caminos contra el flagelo de la inseguridad.

En rigor de verdad, ya no es sorpresa si un menor mata a alguien. Por el contrario, el delito protagonizado por menores es una realidad frecuente. Pero cada vez que surge un hecho paradigmático las voces se alzan en torno a un tema que incumbe a todos, para pedir que se reabra un debate que no es nuevo.

Toda la sociedad está inmersa en la reflexión sobre esto porque detrás de cualquier menor que comete un delito, hay una sociedad que fracasa. Hay una familia que deserta de su responsabilidad, una comunidad indiferente y un Estado ausente, que llega tarde y mal ante hechos consumados.

A un lado y otro del arco ideológico, hay responsabilidades compartidas en la creación de este nuevo sistema. Urge dejar de lado discrepancias ideológicas que truncan siempre el debate por reducirlo a posiciones que se tildan de derecha o de izquierda. Nadie puede arrebatar los bienes ni la vida de otros sin pagar las consecuencias. Tenga la edad que tenga. Este argumento debe estar por sobre cualquier otro. Y el debate luego debe encaminarse hacia la búsqueda de soluciones posibles. Preventivas, sancionatorias, asistenciales, integrales.

En este marco, resulta tan imperioso como ineludible diseñar los mecanismos de sanción que resulten apropiados. Lo que no se puede hacer es consolidar esa sensación de impunidad que queda en el conjunto social cada vez que un joven que comete un delito entra por una puerta y sale por la otra, amparado por vericuetos legales y recodos jurídicos.

No puede permitirse la impunidad, mucho menos legitimarla por impedir una discusión lo suficientemente amplia y sensata. Algo que en sí mismo no sería revolucionario, por cuanto otros países han establecido ya marcos legales justos para tomar las riendas de una problemática detrás de la cual se juega la vida de cualquier sociedad.

Se torna necesario separarse de discusiones bizantinas, adentrarse en una profunda reflexión sobre la sociedad que queremos. No resulta un argumento válido considerar que un adolescente no es consciente de la criminalidad de sus actos. A los 13, a los 14 o a los 15 años, cualquier joven que sale con un arma a robar es plenamente consciente de que en ese hecho puede matar o morir. Un adolescente de hoy no es el mismo que uno de hace 20 años. En este contexto, es imperativo que ser menor deje de ser sinónimo de tener licencia para matar.

Para ello, es prioritario resolver el vacío legal que hoy impide contener esta problemática.

No se admiten dilaciones para el debate y adecuación de una normativa que regule la responsabilidad legal de los menores. Abandonando tenacidades ideológicas que a la luz de las consecuencias del delito resultan estériles. Se precisa mano justa y firme. Y se precisa el abandono de esquemas que evitan sanciones necesarias.

Esta discusión que no es novedosa, por fin debe darse. Y a la par de ello hay que repensar cuestiones muy complejas como la educación, el acceso a la salud y al trabajo, las redes de contención familiar, las adicciones, los valores. Tramas complejas y muchas veces invisibles, que por deficientes terminan por dejar a los jóvenes a merced de mafias organizadas que los usan, sabiendo que son inimputables, para delinquir.


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