Editorial

El combo anti eficiencia


Cuando se plantea el debate de la inseguridad, aparecen miles de teorías, ya que al ser un fenómeno pluricausal todos tienen parte de la razón al dar su punto de vista: por ejemplo hay quienes creen que el sistema capitalista genera resentimiento en los que menos tienen y por eso salen a robar, otros opinan que no hay rigor en el castigo por lo que el delincuente se siente impune, mientras que están quienes sostienen que las penas en sí mismas no sirven porque las personas no se corrigen en el Sistema Penitenciario y salen de la cárcel peor de lo que entran.

Sin embargo, en los sistemas de convivencia modernos no se ha encontrado aún mejor salida que penalizar a quien no cumple la ley, más cuando el delito es grave o es reiterativo. Principalmente porque el resto de la sociedad participa de un pacto legal por el que se le garantiza vivir con su propiedad y su vida a salvo. Bajo esta premisa, quienes no cumplen ese pacto deben ser separados de la sociedad. La ambigüedad que siempre subyace es si este aislamiento es para proteger a la sociedad del peligroso o para castigarlo.

Hay muchas otras visiones del problema, nosotros damos nuestro punto de vista basados en la simple observación de la realidad: si un sujeto vive del robo, otro viola y un tercero mata o hace las tres cosas juntas, esa persona no puede estar impunemente lastimando a quien se le ocurra. Porque entonces sí sobreviene el caos, el sálvese quien pueda y el Estado deja de ser el custodio de nuestra seguridad.

Por eso es que tenemos una Justicia que no previene (porque para eso está la Policía) pero juzga y condena a quien cometió un delito. Y el sistema carcelario, que seguramente hay que mejorarlo y mucho, que debe ser el destino final de los inadaptados, ladrones, pedófilos, violadores o asesinos. Este es el engranaje que debe funcionar para recobrar todos la tranquilidad perdida a manos del delito.

La realidad es que la Policía no previene, las cárceles no alcanzan para la población que debe estar detenida y la Justicia, que ahora vamos a analizar, no está a la altura del combate al delito que -es visible- venimos perdiendo porque éste avanza a un ritmo vertiginoso en sus modos que dejan obsoleta la letra de las leyes, dando margen a muy variadas interpretaciones. Entonces, la consabida discrecionalidad de que disponen los jueces cobra una dimensión mucho mayor y sucede cada vez con más frecuencia que las condenas se alejan de lo que la sociedad en general espera.

En este análisis no puede faltar la política. Si bien está presente en todos los ámbitos mencionados, haciendo de las suyas para bien y para mal (generalmente para mal),  hay una función que le es inherente e insoslayable en la que está fallado, contribuyendo así al fracaso del tridente Policía-Justicia-Servicio Penitenciario: la Ley.

Todo lo que hace un policía y especialmente todo lo que hace un juez está sujeto a derecho. Es decir, actúan de acuerdo a lo que la ley indica y les permite. Ergo, si sus acciones no son las necesarias o las esperables, la culpa no es de ellos sino del marco legal que avala su actuación.

Como en este país la Política (como clase) se dedica a hacer política, y no a buscar mejorar la vida de los ciudadanos, pasan los años, las gestiones, los  mandatos sin que salgan del Congreso nuevos códigos penales y procesales, acordes a la realidad delictiva que se vive. Cuando finalmente, después de largas “roscas” una nueva normativa ve la luz, suelen quedar nuevamente anacrónicas. De ahí que el delito siempre vaya un paso adelante.

Según datos del Sistema Nacional de Estadísticas Judiciales del año 2014, que son los últimos publicados, el 60 por ciento de los condenados en la Argentina recibe una pena menor a los tres años de prisión, lo que implica un no cumplimiento efectivo, excepto que haya una declaración de reincidencia (por ahora, porque cada tanto aparece la intención de eliminarla de los considerandos para no “estigmatizar”) o la voluntad del tribunal juzgador para hacer efectivo el cumplimiento de la condena. Ningún tribunal que conozcamos ha hecho cumplir pena con menos de tres años de sentencia, aunque siempre hay excepciones. De hecho, del cruce de datos sobre sentencias y sobre condenados con penas de hasta tres años en prisión revela que éstos representan el 8 por ciento de la población carcelaria.

Para ponerlo en números más sencillos: de cada 10 condenados (es decir comprobado su delito) cuatro van a la cárcel mientras que seis tuvieron sanciones que permiten la suspensión de la medida de prisión efectiva. El asunto es qué tipo de delitos para los jueces merecen esa pena menor a tres años. Convengamos que los delitos de índole económica no atentan directamente contra la vida por lo que una multa económica, inhabilitaciones comerciales o incluso trabajo comunitario constituyen una pena conveniente desde todo punto de vista por lo que el no cumplimiento efectivo sería lo lógico. Sin embargo, de las estadísticas surge que el 86 por ciento del total de las sentencias menores de tres años fue por delitos contra las personas y contra la propiedad. No parece que se esté aplicando un buen criterio, porque estos delincuentes son los que mantienen en vilo a la sociedad, además de presentar alto grado de reincidencia.

Lo cierto es que por una razón u otra recibir una condena por un delito contra la vida o la propiedad en nuestro país no es sinónimo de ir a la cárcel en muchos casos y esto genera la impunidad con que hoy se mueven los delincuentes, que conocen y evalúan los vericuetos que les minimizarán su eventual condena antes de salir a contravenir la ley. Por eso ya poco les importa actuar con el rostro destapado, que los filmen las cámaras callejeras o que esté la Policía rondando el barrio, mucho menos si son menores o padres de familia que se presentan como único sostén económico de sus hijos. Y es lógico: se comportan de ese modo porque hay Policía ineficiente, Justicia laxa y leyes anacrónicas, la combinación que más les conviene a ellos y que más nos perjudica a nosotros.


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