Editorial

El Covid y el foco sobre las políticas orientadas a la vejez


La pandemia de coronavirus, al tiempo que golpea todas las dimensiones de la vida, muestra con crudeza las paradojas de sociedades desiguales. Son múltiples las miradas y los análisis sociológicos que habilita la tragedia y sus manifestaciones a escala global. Una de ellas es la capacidad que tuvo la enfermedad para igualar y golpear de manera descarnada a poblaciones más vulnerables.

Alcanza con observar por ejemplo, lo que ha causado y causa en los adultos mayores. El coronavirus los confinó a resignar gran parte de las rutinas cotidianas e hizo visible realidades muchas veces olvidadas. La pandemia recordó que el envejecimiento poblacional es una realidad en muchos lugares del planeta y que no en todos los países existen políticas activas que los incluyan con las mismas posibilidades. Si bien las estadísticas muestran que el promedio de edad de los infectados es de 43 años, quienes experimentan una peor evolución de los cuadros de enfermedad y mueren son mayores de 70. El dato no es menor para confirmar la dureza con la que golpea a este núcleo poblacional que no es homogéneo. Son los adultos mayores en uno y otro extremo de la escala económica y social los que resultan más golpeados en términos de salud. Son ellos los que mueren en el mismo mundo que incansablemente ha puesto buena parte del esfuerzo científico en extender la expectativa de vida y lo ha logrado. Resulta un cachetazo al afán de la humanidad por perpetuar la vida lo que ocasiona un virus incontrolable en la población de mayor edad.

Sucede en las sociedades más avanzadas, donde los geriátricos se han transformado en verdaderas instituciones sociales. Y ocurre también en los barrios populares de los países latinoamericanos, donde el hacinamiento en el que viven muchos adultos mayores, les genera condiciones de vida en las que resulta prácticamente imposible cumplir con las pautas de distanciamiento que imponen las normas sanitarias para evitar los contagios.

A uno y otro lado de la escala social, parecieran condenados a ser los más vulnerables y en algunos países los condena a siquiera poder recibir la asistencia adecuada por falencias estructurales de los propios sistemas de salud que desde hace años los olvida.

A menudo en las líneas de estos comentarios editoriales de estos tiempos se ha hecho referencia a las múltiples particularidades de las sociedades que exhibe esta pandemia. Esta es una de ellas, la paradoja del progreso y la indiferencia que se tiene en muchos lugares hacia “los viejos”.

La pandemia ha venido a demostrar cómo muchos adultos mayores viven aislados y son vulnerados en el cumplimiento de sus derechos antes de que el coronavirus existiera.
Como en otras esferas de la vida y las interacciones sociales, esta emergencia sanitaria no hizo sino desplegar un zoom sobre realidades que ya existían.

Inmersos en grandes conglomerados producto de una urbanización desmedida y desorganizada al ritmo de la pobreza; o confinados a instituciones geriátricas donde no siempre se los cuida como debería, son los más desvalidos frente a la amenaza del coronavirus. Y también quienes dejan las mayores enseñanzas por su capacidad de aceptación y adaptación a lo que les impone un destino inexplicable.

Conviven con la incertidumbre y son muchos los que se permiten abrirse a canales novedosos para transitar el presente con menos niveles de angustia. No es casual que sean quienes más recurren a los dispositivos de ayuda psicológica telefónica ni que sean quienes con mayor entusiasmo aceptan el desafío de sumarse a actividades que los mantienen en contacto con sus pares y con sus familias en tiempos de distanciamiento.

Pero no todos tienen las mismas posibilidades, lo que habilita una reflexión respecto de lo que supone homogeneizar por un criterio de edad y tomar decisiones como si la vejez fuera una única realidad para todos. Nada más lejos de la verdad. Y nada más inefectivo.

Como en otras esferas, lo que les ocurre en este presente, interpela también a la política. Convoca a los Estados a generar las redes de contención necesarias.

Frente al envejecimiento poblacional, la política adquiere un valor sustantivo. Está obligada a implementar cambios estructurales que corrijan realidades preexistentes al coronavirus. Hasta aquí, se sabe que las naciones que mejor han respondido son aquellas que han podido conjugar acciones efectivas dotadas de una enorme cuota de sensibilidad hacia los adultos mayores para ayudarlos a transitar del mejor modo posible la emergencia, sabiendo que el Covid-19 iguala al que tiene recursos con el que no posee ni lo mínimo cuando ocurre.

Lo que no son iguales son las posibilidades de realizar una correcta prevención ni son iguales los recursos emocionales y afectivos que se tienen en las distintas sociedades. Quizás entenderlos en su singularidad sea el sello distintivo para hacerles más llevadero este tiempo.

En los países que ya pasaron el pico de la pandemia y en aquellos que transitamos la escala ascendente, queda claro que nada podrá ser igual después de esto en materia de políticas públicas orientadas a la vejez.

Una vez más queda en evidencia que los sucesos extraordinarios logran hacer visible lo invisible. Respecto de los adultos mayores, la necesidad de considerarlos y respetarlos como sujetos de derecho es una cuestión imprescindible en cualquier sociedad que, después del baño de realidad que generó el coronavirus, pretenda por lo menos ser viable.


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