Editorial

El Papa sobre los abusos: sabor a poco, pero por algo hay que empezar


Quedó sabor a poco después de que el Papa Francisco clausurara la histórica cumbre sobre abusos a menores en el Vaticano. Semanas antes había señalado que las expectativas estaban hinchadas. Y el sábado por la mañana lo confirmó. El discurso de Francisco, tras una larga misa en la Sala Regia del palacio pontificio, era el colofón a cuatro días de tormenta de ideas entre 190 líderes religiosos para cerrar la herida de los abusos sexuales a menores por la que se desangra la Iglesia. Pero el contenido, como no podía ser de otra manera, fue bastante pobre, especialmente para las sufridas víctimas.

Los más optimistas esperaban anuncios de “medidas concretas y eficaces”, como él mismo señaló que hacía falta tomar al inicio de la cita. También la asunción de algunas de las propuestas más rotundas que reclaman las víctimas desde hace años. Pero no llegó nada de eso.

El Papa dedicó la primera parte de su alocución a situar el problema de los abusos también fuera del ámbito de la Iglesia y a repartir las culpas citando estadísticas de todo pelaje. Era difícil que anunciase grandes medidas pocas horas después de terminar los debates. Pero se echó de menos la concreción que él mismo había exigido y una mayor centralidad de las víctimas, profundamente decepcionadas tras escucharlo. Habrá cambios. La cumbre, celebrada con una transparencia inusual en el Vaticano, y las valiosas intervenciones de pesos pesados de la jerarquía eclesiástica, como el cardenal y arzobispo de Munich, Reinhard Marx, que admitió la destrucción de archivos y exigió el fin del secreto pontificio; del arzobispo de Malta, Charles Scicluna, o de la periodista mexicana Valentina Alazraki, que puso firmes a los obispos, muestran el camino.

El Papa dio la sensación de aceptar la dificultad de imponer las reformas a los obispos ahí reunidos, atribuyó el problema al diablo y situó la plaga en otros ámbitos fuera de la Iglesia. “La primera verdad que emerge de los datos disponibles es que quienes cometen los abusos son, sobre todo, los padres, los parientes, los maridos de las mujeres niñas, los entrenadores y los educadores. Además, según los datos de Unicef de 2017 referidos a 28 países, nueve de cada 10 muchachas que han tenido relaciones sexuales forzadas declaran haber sido víctimas de una persona conocida o cercana a la familia”.

Lamentablemente no pudo proporcionar las estadísticas de los abusos en la Iglesia, pese a que las conoce perfectamente y están en posesión de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Francisco no propuso cambios en la ordenación jurídica más allá de la ampliación de la edad legal mínima para el matrimonio de las mujeres. Tampoco hubo en sus palabras novedades respecto de las condenas ni promesas de futuro. De hecho, citó el discurso ante la curia del pasado diciembre para la parte más contundente: “La Iglesia no se cansará de hacer todo lo necesario para llevar ante la justicia a cualquiera que haya cometido tales crímenes. La Iglesia nunca intentará encubrir o subestimar ningún caso”, dijo.

Pero no especificó si eso significa implantar la obligatoriedad de trasladar a la Justicia ordinaria todos los casos, como piden las víctimas. No podía esperarse mucho más; no es mucho lo que se puede hacer hacia atrás más que apoyar a las víctimas y promover condenas civiles a quienes hayan cometido las atrocidades que salen a la luz. Tampoco es probable introcucir cambios a partir de un fenómeno de revisión que no tiene más de cinco años en una institución de más de 2000.

Sin olvidar ni dejar de condenar lo que haya pasado, es momento de empezar a ser inflexibles para que en cada ámbito eclesiástico, del tipo que sea y en el país que fuese, se tenga certeza de que la máxima jerarquía de la Iglesia tiene sus ojos allí ya no solo para bajar líneas desde lo doctrinario y evangélico, sino para cortar con una aberrante práctica arraigada en prácticamente toda  la ramificación de la Iglesia Católica, que de tan repetida ya se había vuelto común y, a la vez, impune para quienes ostentaban jerarquías, ya que la línea imperante era la de tapar todo para no perjudicar la imagen del catolicismo.

El Papa no puede controlar todo lo que suceda desde Roma hacia abajo; sí es su deber ser contundente cuando uno de sus pastores se equivoca en cuestiones tan sensibles e irreversibles como la de los abusos. También es responsable de separar de sus pastores –o evaluar fehacientemente el ingreso de cada nuevo seminarista- a los perversos que, como él mismo dijo, los hay en todos lados, por lo que sería una falacia suponer que en la Iglesia no los hay. Es eso lo que se le cuestiona a la Iglesia, la impunidad.

Más allá del la disconformidad con la cumbre, lo positivo fue que se hiciera y que por primera vez se expusiera de tal manera este asunto que siempre fue una piedra oculta en el zapato.

Cuando alguien está enfermo y necesita ayuda, lo primero que debe hacer es reconocer la enfermedad para después iniciar la cura. Aquí el Vaticano después de tantos años admite la situación y comienza a exponerla. Nada mal como un primer paso. Ahora resta empezar a caminar.


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