Editorial

El respeto, la primera lección


El objeto más noble que puede ocupar el hombre es ilustrar a sus semejantes”, decía Simón Bolívar.

Precisamente, el Día del Maestro, que hoy se conmemora, es una festividad que recuerda a las personas que hacen de la enseñanza su vocación y trabajo habitual. No obstante ello, todos los adultos somos educadores de quienes nos siguen en edad y, al mismo tiempo, no abandonamos la condición de educandos, por cuanto hasta dejar esta vida podemos –y debemos- seguir aprendiendo. Es importante asumirnos los adultos como educadores pero hay quienes hacen de la enseñanza y la transmisión de conocimientos una profesión y es a ellos a quienes se reconoce en este día.

Si miramos en retrospectiva, es evidente que cuando más hacia atrás vamos, más respetado era el maestro; su figura ocupaba un sitial en la sociedad con el que ahora soñarían muchos docentes que han visto, década tras década, cómo ese valor que se les otorgaba en el pasado se ha ido resintiendo hasta la actualidad.

Cierto es que esto que sucede al ritmo de una sociedad que ha perdido valores en general, entronizando cuestiones como el dinero y los bienes como atributos por sobre  relativas a la educación, la cultura, el conocimiento. Una suerte de gran superficialidad nos va envolviendo y que arrastra hacia escalones más bajos a figuras indispensables en la formación del ser humano como la familia, los docentes, la sanidad de cuerpo y mente. Y como también son seres humanos los maestros, también ellos sucumben a esta realidad y muchas veces no contribuyen a poder mantener aquella imagen impoluta y valorable del pasado. Como cuando ser docente era estar en uno de los pináculos de las profesiones.

Los padres, que debieran ser los principales aliados, socios y compañeros en esta tarea de educar y reivindicar a quienes educan, se terminan convirtiendo muchas veces en el peor adversario (por no decir enemigo), lo que no ayuda a que se modifique este estado de cosas. Como si ellos no se equivocaran nunca en su rol de educadores, ante un desatino del docente o por una diferencia de criterio, cometen el grueso error de criticarlo delante de su hijo y muchas veces lo hacen en forma despectiva, cuando no se llega a extremos de ir directamente a golpearlo. Imposible que el docente marque el rumbo en un aula y pueda obtener el respeto y la atención del alumno cuando  existe este comportamiento familiar. En definitiva el docente es un ser humano y por tanto falible, pero el respeto al maestro debe estar por encima de todo y quienes primero tienen que reconocerlo son los padres porque el respeto, en términos generales, se enseña en la casa. Más por esta persona que cumple un rol importante en la vida de ese chico y se lo estamos anulando. Es terrible el daño que hace un padre sobre la educación de su hijo cuando habla mal del maestro en su presencia. Cruzar esa línea no tiene retorno y repercutirá en toda su trayectoria educativa.

Cierto es que la baja en la calidad educativa, evidenciada tanto con los resultados de las evaluaciones nacionales e internacionales como en las estadísticas universitarias de los ingresos en aquellas casas que proponen exámenes nivelatorios previo a iniciar la carrera, también se registra en la formación con que los docentes llegan a las aulas. Al fin, los maestros salen de las mismas escuelas que advierten este menoscabo en la calidad. A su vez, los saberes que se adquieren son cada vez más efímeros y, salvo honrosas excepciones, los maestros no se van actualizando al ritmo que sería necesario. Porque es el Estado el que no se actualiza en sus contenidos y métodos; habrá docentes más ávidos que otro que se ocupan de hacerse de nuevos conocimientos para sus alumnos, pero no son la mayoría.

Ni qué decir de la falencia que padecen por parte del Estado –y que va en el mismo sentido que lo antes dicho- respecto de la infraestructura educativa, incluyendo en este aspecto tanto lo edilicio como elementos y materiales de estudio. Y en este punto es donde surge la peor de todas las brechas que tiene nuestro país: escuela pública y escuela privada. 

Antes era un orgullo ir a la escuela pública y la privada era sinónimo de alumnos que necesitaban cierta tutoría para pasar de grado y por eso debían pagar una cuota mensual. Desde la primaria hasta la universidad el concepto era el mismo. Hoy vemos con profunda tristeza como, varias décadas después, hay familias que hacen esfuerzos supremos para poder pagar la educación privada de sus hijos, porque sienten que la escuela pública no le garantiza ni los días de clase ni el nivel de enseñanza.

Esa escuela pública que con su guardapolvo blanco igualaba, que era exigente, con docentes que marcaban a fuego a sus alumnos, se va extinguiendo dolorosamente y hay que terminar en la educación privada para sentirse más tranquilos respecto a lo que reciben sus hijos. Hay especialistas en educación en la Argentina que afirman que no hay ninguna evidencia de que la educación privada sea mejor que la educación pública. Lo que hay son resultados de operativos nacionales de evaluación, como la prueba Aprender, y siempre el rendimiento en la escuela privada fue un poco mayor al de la escuela pública. Y esta cuestión termina resultando incontrastable. Pero atribuyen la diferencia al nivel socioeconómico de los alumnos. Es una visión interesante de la misma realidad, aunque no estamos seguros que esto explique todo el fenómeno.

Lo que es claro es que en este punto sí hay un responsable mayoritario, que es el Estado en tanto administrador y controlador de los recursos, pero también el propio docente. ¿Por qué? Porque el presupuesto de la cartera educativa no es bajo, está en el orden (y en algunos casos supera) de la medio de lo que destina el resto de los países a este concepto. Pero evidentemente no se está administrando bien, si vemos que los docente están menospreciados (reconocido esto por las autoridades), los edificios en malas condiciones y hay falta de materiales. Hay ausencia de control también, porque parte de la ineficiente administración de fondos responde al abuso de algunos docentes (y esta es la porción de responsabilidad que les cabe) de los sistemas de licencias, que lleva a la duplicación o multiplicación de cargos, que terminan siendo pagados dos, tres, cuatro veces. Hoy nadie le puede poner el cascabel al gato, después de años de desidia y de “dejar hacer”, que han naturalizado estos mecanismos al punto de considerarlo los gremios como derechos adquiridos.

De más está decir que la educación de nuestros chicos es una responsabilidad de padres, docentes y Estado. De cómo actúe cada uno depende el éxito de la tarea, así que del mismo modo que los gobiernos deben atender la cuestión salarial, programática y de infraestructura, los docentes deben esforzarse en una formación continua, los padres deben asumirse educadores y hacer respetar al docente de sus hijos de la misma manera que ellos se hacen respetar, incluso cuando aquel se equivoque.


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