Editorial

El tiempo de construir la empatía


Hasta hace unos días para los pergaminenses el coronavirus era una enfermedad cuya llegada se aguardaba con tensa expectativa y hasta con la esperanza de que el virus no alcanzara nuestra pequeña geografía. El relato de los casos aparecía aún como algo que les sucedía a otros, transformándonos en espectadores de una película que por momentos tiene ribetes propios de la ciencia ficción. Sin embargo, la confirmación del primer caso positivo de Covid-19 en la ciudad, y la imposibilidad de establecer el nexo epidemiológico de ese contagio, nos introdujo en la escena de otra manera, exigiendo de parte de todos, la máxima responsabilidad individual y colectiva.

Apenas conocida la noticia del diagnóstico, y a contracorriente de lo esperable en una sociedad que a lo largo de su historia ha demostrado ser sumamente solidaria, irrumpió la actitud menos querida: la del juzgamiento y el escrache. El paciente que contrajo el coronavirus en una circunstancia seguramente involuntaria, de repente fue blanco de acusaciones, juicios y destrato, propios de la expresión menos humana de cualquier comunidad.

Las redes sociales se impusieron como el vehículo espontáneo de opiniones que lejos de resultar apropiadas para estas circunstancias, pusieron a una persona en el centro del escarnio público, sin atender que nadie se enferma por propia voluntad y que nadie desea en esa adversidad contagiar a otros. En cuestión de horas, se sucedieron relatos de lo más inverosímiles y se conocieron detalles de la vida privada de uno de nuestros vecinos, sin mediar consecuencias, confirmando que el miedo, como la sobreinformación, causan estragos.

Algo parecido ocurre con la discriminación que por estos días sufren los trabajadores de la salud, a los que al tiempo que se los aplaude, se los acusa de “acercar la peste” a los lugares en los que viven. Como si olvidáramos que cumplen una labor esencial en tiempos de pandemia, recaen sobre ellos todo tipo de críticas, desconociendo que serán quienes tendrán a su cargo la tarea del cuidado de cualquiera que en esta pandemia pueda enfermar.

Lo que sucede en torno a esto replica, con el código de las redes sociales, lo que en otras épocas sucedía con la Inquisición: sin mediar juicio previo y sin fundamentos válidos una persona era sometida al escarnio y a la hoguera solo por resultar a los ojos de otros “una amenaza”. Las redes sociales son, literalmente, la Inquisición del Siglo XXI y lo que muestran es el vértice más hostil de una sociedad y el más primitivo, el que busca imponer el “sálvese quien pueda”. Nada más peligroso en tiempos en los cuales para salir adelante lo que primará son las soluciones y construcciones colectivas. 

No hay fundamento que justifique que alguien pueda pensar que  el otro que enferma se transforma en la encarnación del mal. No se es un delincuente por contraer un virus altamente contagioso del que las propias sociedades del mundo están aprendiendo a cada paso. El que conocimos estos días fue el primer caso de una enfermedad de la que seguramente se reportarán otros, además de los miles que la portarán sin saberlo y, por ende, también estarán ampliando la red de contagio sin quererlo. Lo que de ningún modo puede suceder es que repitamos el comportamiento social de la afrenta, que instaura el germen de la segregación que daña tanto como el virus.

Tampoco pueden esgrimirse la democracia y la libertad de expresión y en nombre de ellas hacer uso y abuso de redes sociales y de algunos medios de comunicación para imponer su juicio respecto de alguien que enferma. Aun en democracia existen límites y uno de ellos es la responsabilidad sobre lo que se hace y expresa. Tampoco corresponde, como se vio en estos días, tejer todo tipo de elucubraciones respecto de las conductas individuales, anteponiendo en ello un supuesto bien colectivo. No es válido acusar bajo la convicción de ser libre y gozar de la posibilidad de expresarse emitiendo una opinión que lesiona, que pone bajo un manto de sospecha a un enfermo o a un agente sanitario. Subyace a este comportamiento una actitud casi infantil, que lleva a muchos a tener la necesidad de aparecer en escena como los portadores de la buena o mala noticia, sin atender el daño que pueden causar en el tejido social las especulaciones sin argumento cierto. Como si hubiera un juego de egos que se dirime en la expresión pública de estos días en los que debiera primar la prudencia.

Tampoco es un argumento válido que los detalles de la vida privada de cualquier persona se expongan, sin filtro y sin rigurosidad, bajo la premisa de que con esa acción se privilegia el cuidado de la salud pública. Esa actitud se rige más por los códigos del escrache que por los de la sana convivencia.

Es legítimo que frente a este tipo de enfermedades que irrumpen y causan estragos, se exija a las autoridades la mayor celeridad en conocer datos que hacen al nexo epidemiológico de contagio y a medidas que toda una comunidad debe instrumentar para cuidarse. Pero de ahí a someter al escarnio público a quien enferma, hay una distancia enorme. Esa que marca la diferencia entre la solidaridad y el egoísmo. Esa que abre una grieta que este país está llamado a cerrar definitivamente. Se requiere de mucha mesura, de una gran conducta cívica para transitar este tiempo de incertidumbre.

Estamos culminando la Semana Santa, un tiempo en esta ocasión atípico, que dejó poco espacio para la reflexión. Como si la pandemia y el aislamiento social hubieran confinado la celebración religiosa a la mínima expresión. En este contexto, y quizás tomando la simbología de la Pascua de Resurrección, haya que dejar de lado la crucifixión y el castigo sin fundamentos, a modo de chivo expiatorio, para dar paso a la esperanza, esa que en épocas de tanta incertidumbre, solo se construye solo sobre la base de la empatía.


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