Editorial

En el país de los no acuerdos


Sinceramente, palabra muy en boga en estos días, será difícil que todo este  run run acerca de pactos, acuerdos, consensos o diálogo sirva de algo al verdadero futuro del país, ese que acaecerá después del 10 de diciembre.

Nunca sabremos qué se cocina en la trastienda pero al menos tal como se presentan los hechos, en el mejor de los casos se podría arribar a una suerte de acuerdo fundado en la corrección de lo irrelevante, es decir, en una suma de frases bellas, cargadas de buenas intenciones en las que nadie cree en serio y que nadie estaría dispuesto a cumplir.

Las palabras diálogo, acuerdo, consenso, suelen ser palabras prestigiadas, nadie puede oponerse a ellas. Son palabras “bonitas”, que como toda palabra “bonita” resulta muy difícil hacerla realidad. El tema da para discurrir largo y tendido, pero para no irnos por las ramas digamos que en política la concreción de esas palabras es un tanto más compleja que su formulación y la lucha por otorgarle un contenido real es también una lucha por el poder.

Alguna vez se dijo que el acuerdo entre políticos se parece mucho a un acuerdo entre tahúres, acuerdo que beneficia a quien demuestra más habilidad para manejar el naipe. “Los pactos políticos entre facciones adversas son siempre de mala fe”, escribió alguna vez Juan Domingo Perón, que algo sabía de esas cosas.

¿Siempre son imposibles los pactos o los acuerdos o el diálogo? No, son difíciles, costosos sería la palabra más adecuada, porque requieren de factores de alto valor en la política como la cesión y la reciprocidad. entrañan situaciones.

Porque para que haya necesidad de pactar debe pre existir una situación conflictiva. Caso contrario, si no hay problema, no es políticamente conveniente hablar de pactos, acuerdos o diálogo en abstracto.

En la Argentina, los anales de nuestra historia describen en igual proporción de pactos y de traición a esos pactos. Desde los tiempos de Artigas, López y Ramírez hasta la fecha, hay un largo y truculento itinerario de traiciones. Después de Caseros, podemos hacernos un picnic con deslealtades a la palabra suscripta. No obstante, finalmente se arribó a la organización nacional, pero no fueron las buenas intenciones acordistas que lo hicieron posible sino las armas o, para ser más precisos, el poder. El 25 de mayo y el 9 de julio podrían pensarse como la consecuencia de un acuerdo, pero también de una ruptura. Algo parecido podría postularse con la asamblea constituyente de 1853.

La lógica del poder en todos estos casos suele reiterarse. Después de las batallas y cuando el humo de los cañones aún no se había dispersado en el aire, llegaban los abogados, los sacerdotes y los políticos para establecer las condiciones de los acuerdos, tarea relativamente fácil de lograr cuando quedaba claro quién o quiénes repartían el naipe o “sugerían” las condiciones. O sea más que acuerdo era una aceptación de parte de los vencidos. Se pactaba que todo sería ahí en más según deseo de los vencedores y el resto, debilitado, aceptaba. Ahora, ni bien los derrotados se hacían nuevamente de fuerza, coraje y armas, se acababa el acuerdo y vuelta a la guerra. Claramente, aunque la historia los califique como “Acuerdo de...”, de acuerdo no tenían nada.

En el Siglo XX los acuerdos ya no se imponen en los campos de batalla sino en los parlamentos, en los locales partidarios o en los discretos bares y estudios de abogados. Se cuenta que después de “firmar” el pacto con Arturo Frondizi, Perón se queda conversando con un Jorge Antonio algo atribulado y confuso. En algún momento el exenfermero devenido en multimillonario le pregunta a Perón si cree sinceramente que los frondicistas van a cumplir con el pacto. Perón con su mejor talante y su sonrisa más encantadora, le responde que no lo van a cumplir. -¿Y entonces? -pregunta Jorge Antonio. -Y entonces mi’jito -contesta el general-, que nosotros tampoco lo vamos a cumplir.

Capítulo aparte merece la esterilidad de los pactos y acuerdos cuando no interpretan la lógica de lo posible y solo queda la retórica ampulosa que no da cuenta de la textura real de los conflictos. En marzo de 1976, los principales partidos políticos, incluida la titular del Poder Ejecutivo, acordaron defender a las instituciones, tal como lo había sugerido Ricardo Balbín en su discurso de despedida a Perón. Pero mientras los políticos se iban en palabras bonitas, la trama real del conflicto y del poder pasaban por otro lado.

Pero regresemos a 2019 y al debate acerca del diálogo convocado por el Gobierno nacional. El espectáculo es digno de verse. Sergio Massa, que hasta hace unos días solicitaba lo mismo, ahora acusa que la oferta de Macri es una maniobra de marketing electoral. Juan Manuel Urtubey, que más de una vez dijo que Cristina era algo así como el mal, ahora exige como condición para el diálogo que participe. Roberto Lavagna, como se dijo por allí, se florea en gambetas, pero el espectáculo más bizarro lo ofrece Oscar Parrilli, cuando dice que “nosotros siempre estuvimos dispuestos a dialogar”. Y no vaciló en acusar al gobierno nacional de haber sido quien bloqueó cualquier posibilidad de diálogo. ¿A qué momento dialoguista alude Parrilli? ¿A cuando decidieron no entregar el mando? ¿A cuando convocaron a la resistencia? ¿A cuando se trepaban a las tribunas con Hugo Moyano, Hebe Bonafini, Luis D’Elía y vociferaban que Macri debía irse?

El arte de la política consiste en administrar sabiamente el conflicto y el acuerdo. El conflicto y el acuerdo siempre van hilvanados y tensionados por las exigencias de esa otra clave de la política: el tiempo, en el sentido de oportunidad. En 1955, sobre el borde de la crisis, Perón convoca al diálogo. Tarde. Para esa fecha, y para bien o para mal, los partidos políticos opositores estaban más interesados en su derrocamiento que en dialogar.

¿Y ahora? También es tarde. El peronismo, y su versión más representativa, el kirchnerismo, quiere la derrota de Macri no su salvación ni la salvación de las instituciones en las que nunca creyeron. Y ese objetivo arrastra con más o menos entusiasmo a las otras fracciones del peronismo; nadie quiere quedar “pegado” a Macri, so pena de ser acusado de traidor, esbirro del FMI o enemigo de los pobres.

No hay que olvidar que el kirchnerismo no solo juega en esta partida sus objetivos políticos; juega en primer lugar la libertad de su jefa y sus socios, un tema en las últimas horas ha vuelto a la picota tras estar largamente “planchado”. Es posible que ahora algunos “centristas” desparramen la idea de “amnistiar” a la cleptocracia en aras del diálogo y la unidad nacional.

Así de chicaneros, y por ende estrechos, son los acuerdos en nuestra política. Decíamos al principio que son difíciles por sus costos; es que los únicos acuerdos creíbles, los únicos acuerdos realistas, son los que se forjan por protagonistas dispuestos a renunciar beneficios o ventajas. Se habla mucho de la Moncloa para referirse a un ejemplo de pacto. Habría que agregar que para que este acuerdo se hiciera posible, previamente Santiago Carrillo rompió con la tradición más dura del comunismo, Fraga Iribarne rompió lanzas con la guardia vieja del franquismo y los socialistas renunciaron al marxismo. Y nuestros dirigentes están demasiado lejos de gestos de este tipo, lamentablemente.


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