Editorial

En la adolescencia la responsabilidad parental es una condición irrenunciable


La adolescencia es de por sí un universo complejo, colmado de aristas que requieren de adultos presentes y comprometidos. Es un período de la vida en el que resulta común transgredir normas y cruzar límites que amplíen las fronteras del propio desarrollo. Sin embargo, esa condición de caos que puede significar para los más chicos el tránsito por esta etapa de la vida, de ninguna manera puede justificar que las familias eludan la responsabilidad que tienen sobre el acompañamiento y la puesta de límites claros y precisos que favorezcan no solo el bienestar de los jóvenes sino su proceso de maduración para la vida en sociedad. Incluso cuando establecer estas pautas conlleve a un aparente mayor caos. Es decir: a ningún chico le gustará la imposición y será reactivo a ella, pero claudicar en el cumplimiento de este rol fundamental del adulto en pos de paz y tranquilidad, es solo procurar una calma que puede anteceder a una tormenta.

A la luz de lo que se observa en la realidad, pareciera que se estuvieran formando generaciones huérfanas de pautas claras, como si la comunidad de los adultos hubiera resignado esa facultad de ser guía y ejemplo. Les pedimos disciplina y nosotros mismos transgredimos las normas, en cualquier ámbito en el que nos movemos.

A menudo se reclama al Estado o a las instituciones por la mala calidad de la educación, por la falta de controles que garanticen la seguridad de los adolescentes en los lugares por los cuales se mueven, ya sea la vía pública o los lugares de esparcimiento. Sin embargo, pocas veces se abre una reflexión sincera sobre la responsabilidad que tienen las familias en el aseguramiento de ese bienestar.

Cada vez es más frecuente que a través de los medios de comunicación y las redes sociales se disparen mensajes de alerta promoviendo la búsqueda de paradero de jóvenes que a muy temprana edad desaparecen sin regresar a sus domicilios luego de haber ido a bailar. Como si la noche les perteneciera sin que los adultos sepan casi nada de sus grupos de pertenencia o lugares por los que deambulan a merced de lo que suceda en un terreno que suele estar sujeto a no pocos excesos. En un contexto de tanta inseguridad como el que se vive, estas búsquedas se tornan desesperadas a consecuencia de la incertidumbre que despierta el no saber qué puede haberles ocurrido a adolescentes que, sin motivo aparente, desaparecen sin rumbo ante la mirada atónita de padres que antes se distrajeron de su responsabilidad de “escuchar” y de “hacer”. Sin personalizar en ninguna situación en particular, a menudo se sabe que esos chicos que no regresan a casa en el horario indicado, estuvieron en lugares de esparcimiento nocturno que por norma están habilitados para el ingreso de mayores de edad. Nadie repara, salvo cuando ocurre una tragedia o se presenta una situación de zozobra, que eso no debiera suceder. Y que si bien es legítimo reclamar al Estado por los controles pertinentes, también es real que en la intimidad de la vida familiar estas cuestiones deben charlarse. Son muchos los padres que sí están presentes, pero también abundan los que poco saben de las salidas de sus hijos, de sus grupos de pertenencia. Cuánto se habla con los más chicos de lo que supone no solo infringir una norma, sino exponerse a los múltiples riesgos que acarrea la diversión en ámbitos donde conviven personas de distintas edades y con distintos intereses. Hay algo de la ingenuidad y la transgresión que acompaña a los chicos. ¿Pero qué pasa con la madurez de los grandes?

Si bien es cierto que no se puede formar generaciones que vivan en una caja de cristal preservados de todo riesgo, no menos real es que los chicos no pueden crecer solos ni hacer lo que hace la mayoría solo por seguir una moda o ser “parte”. Y con más naturalidad de lo deseable son los adultos los que legitiman situaciones. Así se les permite tomar alcohol en demasía, incluso en las previas que se realizan “en casa”; regresar solos; resolver en la misma soledad los problemas que son propios de esta etapa de la vida en la que están experimentando relaciones y haciendo sus propias experiencias.

Ni hablar de los intercambios en las redes sociales. Cada vez es más común escuchar que tal o cual chica sale de su hogar para encontrarse con alguien que solo conoce en forma “virtual” y que en rigor poco sabe de la verdad de su identidad o de sus intenciones. La navegación de los chicos en las redes parece un universo vedado a los padres. Y así sucede en casi todos los órdenes de la vida, como si los adultos hubiéramos perdido una batalla resignando lo más preciado que tenemos: el estar presentes en la vida cotidiana de nuestros hijos. Así es como delegamos esa presencia en otros. Y andamos por ahí sintiendo que es el Estado el que debe proveer de normas y de reglas que cumplir. Que son los dispositivos públicos los que deben crear espacios de escucha para lo que les pasa a nuestros hijos. ¿Cuándo fue que pasó?

¿Cuándo fue que intentando ser parte de la solución, nos transformamos en parte del problema?

Atareados por la rutina cotidiana, agobiados por la crisis, inmersos en un mundo en el que como adultos transgredimos las reglas, nos desesperamos cuando a nuestros jóvenes les ocurre algo, nos alertamos. Sin reparar en el hecho de que algo falló antes, en el estar, en el poner límites claros que habiliten al tiempo que establezcan marcos de referencia desde los cuales conocernos con nuestros hijos. Si esas fronteras se desdibujan la responsabilidad parental sucumbe y aparecen todos los males de esta época, que son un poco de los tiempos que se viven, pero más de los tiempos que dejamos de compartir con ellos, apurados detrás de otras urgencias.


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