Editorial

En materia educativa, ¿cuál es la medida de la calidad?


En esta época del año es común que alumnos de todos los niveles de la enseñanza formal atraviesen situaciones angustiantes en las escuelas, aguardando el premio o el castigo de las notas que impactan en su sensación de éxito o fracaso respecto del año escolar. Lo mismo ocurre con funcionarios y teóricos de la Educación de varios países del mundo, que pasan por estas fechas a la espera del resultado de las evaluaciones internacionales a las que someten el accionar de sus sistemas educativos e instituciones en busca de una vara que les permita ponderar la calidad. Lo que sucede cada año con las evaluaciones Pisa, cuyos resultados se conocieron recientemente, es apenas un ejemplo de la expectativa con la que se vive ese momento que aparece en la escena mundial como el culminante de un proceso que establece un ranking y con ello asegura una posición.

Más allá del rigor que suponen los exámenes y de lo necesario que resultan para establecer y unificar ciertos parámetros de rendimiento e institucionalidad, quizás sea tiempo de reflexionar sobre los dilemas que enfrenta la educación a esta altura de la historia y de replantear con profunda desaprensión de reglas establecidas que se pretende de la educación en las sociedades actuales.

En una nota de opinión publicada en un portal que divulga contenidos educativos, Gabriel Rshaid, director general de The Global School, señala que desde el año 2000 el auge que han cobrado las pruebas Pisa, que ponen en foco algunos indicadores puntuales, ha hecho que muchos refuercen la mirada de por sí exacerbada en los currículums en detrimento del desarrollo de otras habilidades.

Esto, a su criterio, deja de lado cuestiones esenciales de la evaluación educativa. Por centralizar la visión en el resultado, este tipo de pruebas desatienden de algún modo el proceso y una serie de factores clave para entender los resultados del aprendizaje tales como el bienestar de los alumnos o el contexto social, además de habilidades no cognitivas.

Esto que pasa a nivel institucional en los centros educativos que se someten a este tipo de pruebas, sucede puertas adentro de cualquier aula, donde se priorizan los resultados como señales de aprobación o desaprobación sin tener en cuenta aspectos no menos importantes al momento de pensar en un fenómeno tan complejo como el aprendizaje verdaderamente significativo. Quizás porque los sistemas educativos están sostenidos sobre pilares de rendimiento, es que se desatienden variables que a primera vista parecieran estar “por fuera” de lo meramente escolar.

En este contexto, cabe interrogarse sobre cómo medir la calidad educativa. En qué medida los estándares legitimados socialmente contemplan cuestiones tan medulares para las sociedades del presente y del futuro como la creatividad, el pensamiento crítico, la empatía, la capacidad de trabajo en equipo y muchas otras imposibles de cuantificar en una medición numérica. Si bien es cierto que son muchas las instituciones que más allá de la currícula desestructuran pautas y tratan de flexibilizar lo que establecen los programas educativos, lo que se les exige a los educadores está normatizado y sigue rigiéndose por pautas de evaluación rígidas. Como si la escuela hubiera quedado vieja.

Llama la atención que los responsables de la prueba Pisa trabajaron junto con expertos en ampliar el espectro de lo evaluado incluyendo una evaluación cognoscitiva sobre la capacidad de los alumnos de discernir conceptos relacionados con la globalización y un cuestionamiento sobre creencias y hábitos y los principales países del mundo optaron por no participar de esa parte de la evaluación bajo el argumento de no contar con elementos suficientes para garantizar la rigurosidad de la ponderación. Como si aquello que fuera más difícil de cuantificar fuera menos importante.

Mientras se perpetúa la búsqueda estéril de resultados y la validación numérica que aportan varios de los rankings internacionales desvela a funcionarios y teóricos de la educación, hay algunos sistemas educativos que han dado el salto de calidad deseado y enfocan sus programas en el trabajo por proyectos, conexión con la vida real, diseño, aprendizaje cooperativo, autoevaluación y educación emocional, por sólo señalar algunos ejes comunes. Este es un dato auspicioso, pero aún resulta excepcional.

Quizás como lo señala en el artículo citado el director de The Global School el camino sea trabajar en esa dirección, pensando en una educación centrada en el alumno que emplee herramientas que resulten apropiadas a ese paradigma. A la luz de la realidad y de lo frustrante que resultan algunos indicadores educativos en muchas sociedades del mundo, tal vez la tarea sea pensar la escuela como un espacio donde crecer, más que donde obtener una buena nota. Una escuela que prepare ciudadanos comprometidos y competentes para enfrentar y resolver los complejos desafíos que les impondrá el futuro. Construir esa escuela es tarea de los gobiernos, de los expertos en educación, de los académicos, los mismos que hoy también se desvelan en la búsqueda de quedar mejor posicionados en un ranking que aunque prestigioso no siempre asegura la medida de la calidad respecto de lo que sus instituciones enseñan.


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