Editorial

Errores que se pagarán caros


En los últimos días el comportamiento de los jóvenes frente a la pandemia ocupó el centro de la escena pública y encendió todas las luces de alarma: recién iniciado el verano abandonaron todas las medidas de prevención para evitar la propagación del coronavirus y se volcaron masivamente a organizar o participar de fiestas clandestinas o encuentros sociales sin ningún tipo de distanciamiento. La crónica periodística de los últimos días ha dado cuenta de ello a la par del señalamiento de los especialistas respecto de cuánto esta actitud desaprensiva puede complicar la situación sanitaria y anticipar la temida “segunda ola”.

Se le atribuye a ese comportamiento la rebeldía propia de la adolescencia y una escasa o nula percepción del riesgo. Sin embargo, no todos los que incurren en este comportamiento que aparece en plena pandemia son adolescentes. Muchos son adultos jóvenes que cualquiera supondría cuentan con los elementos de información necesarios para actuar conforme a los recaudos que exige el presente. Y además a contracorriente de lo que se creía el principio de la emergencia sanitaria, contraen la enfermedad y no solo la transmiten a personas de riesgo sino que ellos mismos desarrollan cuadros severos que en algunos casos desencadenan en la muerte.

¿Lo que sucede en las calles, en las plazas, las playas o en cualquier lugar que resulte propicio para la reunión de personas responde solo a una rebeldía juvenil o es la consecuencia de la anomia y el desmanejo en el que se cae cuando toda la responsabilidad del cuidado descansa en el comportamiento individual?

¿Es poco apego a la norma o la consecuencia de haber dado por ganada la batalla en el discurso público solo porque bajaban los casos?

¿Son adolescentes y jóvenes rebeldes que todo el tiempo corren los límites y se sienten omnipotentes para transgredir cualquier norma; o son personas a las que se les dijo desde un primer momento que estaban prácticamente exentos de enfermar de manera grave?

¿Es la negación como manifestación psicológica del miedo de una sociedad que no hace solo acercar por consecuencia lo temido; o en cambio es el correlato  de un error primario de comunicación en la falta de entendimiento inicial de cómo se comportaba el virus, cómo atacaba y a quienes?

Muchos de estos interrogantes no tienen una única respuesta y muchas de ellas están atravesadas por la subjetividad de cada persona y frente a la pandemia y el modo en que deben administrarse las medidas sanitarias y acatarse las normas.

Lo cierto es que así como hay jóvenes que hicieron un enorme esfuerzo y se cuidaron para no enfermar ni contagiar a seres queridos; también hay otros que creyeron el mensaje de que el virus para ellos era apenas “ una gripe”. Y frente a ello es que resulta necesario tomar medidas ciertas orientadas a fomentar la conciencia y dirigidas a poner un coto a la actitud irresponsable en la que han caído por falta de percepción del riesgo que corren y de la amenaza que generan en el conjunto social. Lo que parecería es que no alcanza con impulsar campañas publicitarias focalizadas en ellos y sus conductas.

Si bien es un segmento poblacional sobre el cual hay que trabajar fuertemente, la mirada no debe recaer solo sobre los jóvenes, sino reparar en errores anteriores a la pandemia que hacen que exista una buena parte de la sociedad desentendida de la empatía y del registro de las necesidades de otros.

El modo en que se están comportando los más jóvenes en este momento de la pandemia pone en jaque al sistema sanitario y amenaza con motivar medidas restrictivas que tendrían impacto sobre el aparato productivo. Se requiere de precisión quirúrgica para instrumentar las acciones que resulten necesarias para evitar que con ello se agigante el daño social causado por el coronavirus, ya enorme.

Para ello es necesario observar la conducta juvenil, pero no para morir en la crítica ni para justificarla, sino más bien para verla como un espejo donde se reflejan los errores, algunos de comunicación, otros de política y muchos de fondo, vinculados con la escala de valores en los que hemos formado a generaciones que parecen no sentir empatía.

No hacerlo es echar culpas y tomar como chivo expiatorio a los más jóvenes, y de ese modo esconder o subestimar un problema mucho más profundo que tiene que ver con la convivencia ciudadana que ha perdido su apego a las normas desde hace tiempo.

Resolver la situación que vivimos requiere de mirarnos todos en ese espejo y revisar errores y contradicciones: ¿Cómo se le puede exigir a los jóvenes que cuiden el distanciamiento cuando desde el poder se permiten y fomentan marchas y movilizaciones bajo el argumento del respeto a la libertad?

¿Cómo pedirle a la sociedad un esfuerzo suplementario cuando desde el poder se propicia la anomia?

A un lado y otro hay errores que de no corregirse se pagarán caros. Y el costo será sanitario, pero también social porque perderemos la oportunidad histórica de construir cohesión social para retomar la lucha contra un virus que ha puesto de rodillas al mundo. 

Lo que se observa en la actitud insalvable entre quienes dictan las normas y quienes deben acatarlas y esto sucede en un escenario tan complejo como peligroso, es el apremio de la cuestión sanitaria, la fragilidad de la economía y lo endeble de la paz social lo que exige retomar la senda del camino común para llevar al conjunto de la sociedad a un mejor destino. De lo contrario, los errores se pagarán caros.


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