Editorial

Grande e ineficiente


No es fácil establecer cuándo comenzamos a desviar el camino del modelo del Estado eficiente, base del servicio al público, que le resuelve problemas al ciudadano de a pie, porque seguramente si apuntamos a un período estaremos cargando tintas sobre algún gobierno generando la sospecha de darle un matiz político al tema. Cuando la realidad es que precisamente no hay en este tema ninguna etapa de la democracia hasta ahora que no haya utilizado el ejercicio del poder que otorga estar en el gobierno para pagar favores políticos, dando ocupación a familiares, amigos, militantes y adherentes con total desapego a lo que debería ser una conducta lógica para poblar el Estado: concursos para ingresar en algunas áreas, mínimo de idoneidad para otras y que el empleo público esté atravesado por agentes a quienes les interese el servicio público.

No hay más receta que esa para lograr un Estado eficiente. Y como decimos, a través de décadas y siempre por responsabilidad de la propia dirigencia política, se descuidó el funcionamiento de la administración, que ha hecho las veces de “aguantadero” de la política, y del propio empleado, al llevar a la mínima expresión los requisitos de admisión y permanencia. Porque si la cuestión era amontonar, el agente público genuino, aquel con real carrera y vocación tampoco se ha sentido valorado en modo alguno. Tantas veces hemos visto cómo empleados de carrera terminaban en las escalas medias y bajas de la administración, mientras los que iban llegando en las distintas capas de la política ocupaban los espacios mejores pagos. Porque tal como están las cosas, quienes trabajan en el Estado terminan sintiendo que no hay premios ni castigos y que a nadie, al fin, le interesa su eficiencia y es así como los que creen en la tarea de servicio y quieren lo público terminan por bajar los brazos.

Ni hablar que es el ámbito donde el nivel de exigencia sobre la labor debiera ser mayor incluso que en la órbita privada, por tratarse justamente de una función pública y sobre el que el usuario no tiene alternativa, por ejemplo, de cambiar de prestador. Sin embargo, sucede todo lo contrario. Y por mucho menos de lo que hace (o no hace) un empleado público, en el sector privado duraría dos minutos en su puesto.

Fruto de este entrar permanente de gente y nunca salir, incluso cuando no hay mérito para la permanencia, es que las plantas de personal aumentaron de modo extraordinario en todas las jurisdicciones del Estado, porque siempre ha habido lugar para nuevos nombramientos ante los requerimientos de la política de turno y el nepotismo al que han sido tan afectos los gobiernos. Y, directamente proporcional a este incremento de empleados, los trámites se hicieron cada vez más lentos y complicados. Por eso la burocracia estatal es tan mal vista por el ciudadano, que la padece en todas sus formas e ineficiencias.

Hoy, con los procesos algo agilizados merced a la tecnología, nos encontramos con que la burocracia sigue igual de tediosa y los empleados más ociosos, pero allí siguen estando.

No es ninguna novedad que muchos reclamamos por un Estado de calidad, con las tecnologías que hoy contamos, porque otra de las cuestiones que generó el amontonamiento de personal es que ante el gasto que se insumía, se dejó de invertir en una administración pública que dé servicios eficientes y que simplifique los trámites de los ciudadanos y de las empresas. Y la realidad es que no solo tenemos un problema de tamaño en el Estado sino de funcionalidad y eficiencia, dos cuestiones que cada vez que se quieren modificar hay un costo político que la dirigencia amaga con asumir, pero termina desistiendo. Porque la transformación que se necesita es dolorosa, porque dejar gente sin empleo -más cuando no hay muchas otras posibilidades- es aplaudida por algunos pero denostada por otros y al fin el dirigente no quiere dividir el voto de la ciudadanía.

Un Estado moderno y eficiente terminaría siendo aplaudido por la mayoría, pero atravesar el conflicto que implica es lo que siempre se ha buscado evitar. Y porque no solo se trata de practicar un achicamiento sino de reorganizarlo, redimensionar las áreas, hacerlas eficientes y ágiles. Si todo fuese cuestión de una ola de despidos estaríamos frente a una decisión política dura pero no tan compleja como lo que realmente necesitamos. Debemos, sobre todo, capacitar para la función pública, adquirir tecnología, establecer sistemas de gestión, adecuar trámites.

Y lo planteamos al día siguiente de la celebración del Día del Empleado Estatal, porque a quienes realmente van a trabajar y a poner lo mejor de sí en su empleo estatal, el actual estado de cosas no lo beneficia en nada. Raramente se valora su tarea, no tiene las nuevas tecnologías para crecer en lo que hace y soporta que los que año a año va dejando la política tengan mayores categorías y ganen mejores salarios.

Buscando achicar planteles, el Gobierno nacional desvinculó a un tercio de la planta de la agencia estatal de noticias y recibió un fuerte repudio de la comunidad periodística, que no atraviesa su mejor momento dicho sea de paso, mientras las redes sociales estallaban acusando al Gobierno de generar desempleo. Se despidió a 354 empleados, de los 926 trabajadores de Télam. Si, así como leyó: la agencia estatal de noticias tenía casi mil empleados. Y estas son las cuestiones que no se entienden, ¿cómo se pudo cometer la irresponsabilidad de acumular esa cantidad de agentes cuando cualquiera sabe que no son necesarios ni aunque la agencia fuera de índole mundial?

El Gobierno afirma que despidió a quienes no responden al perfil, lo que si es cierto sería una decisión que tendría el objetivo del mejoramiento de la labor y no solo del ahorro. Porque se ha dejado afuera de Télam a empleados nuevos y a otros que registran 30 años de labor, lo que no dejaría espacio para pensar que es una medida de corte política, donde se despide a los que ingresaron en el Gobierno anterior, claramente. Los trabajadores de Télam están protagonizando un paro y cortaron desde ayer el servicio de cables, porque otra de las cuestiones a enfrentar cuando se pretende una reestructuración es la reacción del global de empleados del área que se pretende reconvertir, aún los que siguen en sus puestos rechazan, como es visible, la medida, porque se trata de compañeros de trabajo y porque quizá temen que hoy les pasó eso a otros y luego les pueda tocar a ellos. Es lógico, tanto el sentimiento como la reacción, pero el Estado debe tomar decisiones para el bien general, no para atender la realidad personalísima de cada ciudadano. Y hacerlo como es debido, en este caso siguiendo los pasos que hacen a una correcta indemnización. Al fin, de lo que se trata es de asumir el costo de corregir errores cometidos por el propio Estado. Nunca la agencia estatal de noticias debió contar con semejante planta.

Los que fueron dejando capas y capas de empleados en Télam irresponsablemente ya no están y ahora muchos que pensaban que tenían trabajo pagan los platos rotos perdiendo su empleo en un momento de crisis. Y como es un tema difícil el del despido es que muchas áreas del Estado, salvo las que están rebalsadas como la agencia de información, establecen mecanismos menos dolorosos como el retiro voluntario, el congelamiento de vacantes, herramientas a las que el Gobierno viene recurriendo este año para aminorar su planta. Del mismo modo, para hacerla eficiente, que es al fin lo que más importa, debe establecer claros e irrenunciables mecanismos de ingreso. Y esto va también para nuestra Municipalidad, obviamente.


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