Editorial

Innovar sin romper, comercializar en igualdad


Quién nos hubiera dicho hace una década que crear una especie de plaza de pueblo digital acabaría transformando qué contamos sobre nosotros y cómo nos relacionamos con el mundo. O que podríamos comprar desde libros hasta productos frescos y recibirlos directamente sin levantarnos del sofá.

Incluso que nos subiríamos a coches de desconocidos en todas partes del mundo. Probablemente nadie sabía con exactitud lo que realmente supondría Facebook, Amazon o Uber en sus inicios.

Ha sido cuestión de tiempo y experiencia entender que las cosas nuevas no son necesariamente buenas. Nos encantan y las usamos, especialmente prometen una vida más cómoda, más barata o conveniente, pero descubrimos, tarde, las trabas y los efectos colaterales. Lo hemos visto claro con Cambridge Analytica, Facebook o con los conflictos entre Uber y muchas ciudades del mundo. También, aunque no repercute en los medios ni está cuantificado, en los comercios de todos los rubros.

Cuando se nos pasa el primer deslumbramiento, la innovación nos sigue encantando pero le pedimos matices. Y si bien el marco regulatorio impone el matiz donde falta sentido común, cada día son más evidentes las lagunas de las legislaciones actuales.

Pero no solo eso, la transformación digital también pone en jaque la capacidad del modelo regulatorio entero. Sobre todo porque los ritmos de la innovación - ágiles, dinámicos, flexibles- escapan constantemente a los de las instituciones reguladoras –lentas, estáticas y rígidas-, que además siempre llegan a posteriori. No es de extrañar entonces que aparezca la “innovación sin permiso” (“permissionless innovation” en inglés). Es entonces donde comienza a imperar cierto desconcierto, como por qué en los negocios la mercadería cuesta más cara que en la Web. Y de ahí surgen frases lapidarias y desinformadas que condenan gratuitamente, como: “Yo no compro más en los comercios, te estafan” o “Yo compro todo on line, es mucho más barato”. La ecuación es sencilla: quien vende por Internet, aun suponiendo que pague sus impuestos sobre la mercadería y la transacción (cosa que no siempre sucede), no debe afrontar los gastos de quien tiene un local a la calle: alquiler, empleados y cargas sociales, energía, impuestos inmobiliarios. Es decir, no estafa a nadie, simplemente prorratea todo el costo del servicio que brinda. Lo mismo sucede con la comida y tantos otros servicios que se ofrecen de manera virtual. ¿Será que nos encaminamos a realizar todo lo inherente a nuestra vida vía Internet? Si es así, pensemos en qué va a trabajar la sociedad si no hay negocios de ropa, mueblerías, de electrodomésticos, de comida. Pensemos esto cada vez que llamemos estafador a quien sostiene un negocio en contraposición a quien está detrás de una pantalla. Y recordémoslo cuando nos enojemos por la tasa de desempleo, o lo que es peor, cuando busquemos trabajo y no haya.

¿Le diríamos a un niño que juegue sin sacar los juguetes de sitio? ¿O que pinte sin mancharse las manos? ¿Por qué esperamos innovaciones disruptivas y alucinantes ajustadas a normas estrechas y cortas? Si algo puede inferirse al hablar con emprendedores es que la innovación no es un estado o una actividad, es una actitud y una forma de estar en el mundo. La búsqueda incesante de nuevas respuestas para problemas existentes es una fuerza que, como el agua, es difícil de parar. Si viene con ahínco, acabará abriéndose camino. Por donde pueda. Y en el camino quedarán maltrechos los muchos que no tienen ese mismo espíritu y piensan que con tal o cual actividad tienen “la vaca atada”.

La misma actitud innovadora es necesaria en nuestro anquilosado Congreso; y detrás de sus miembros, procurando que trabajen en lo que hace falta, deben estar las también anquilosadas cámaras gremiales y empresariales ya que, al fin, sus miembros son los más afectados por el continuo cambio que hay en las actividades económicas.

Insistimos en pedir más y mejores regulaciones, en realidad necesitamos un sistema legislativo más inteligente y adaptativo. Hacen falta bancos de pruebas, donde testear, aprender y mejorar, no solo los nuevos productos, las nuevas ideas, sino también las reglas de juego que los acompañen y los procesos para reconvertir lo viejo hacia lo nuevo. Y que todo vea la luz en simultáneo.

Hay un nuevo mundo, anárquico, sin leyes, que transcurre en paralelo a la actividad comercial tradicional. Mientras hay inversores que asumen el riesgo y se embarcan en sostener ingentes gastos fijos, toneladas de impuestos y dar empleo, hay otros que se mantienen al margen, literal, de toda normativa legal, para practicar la misma actividad. Y con un valor agregado: su mercado potencial es infinito, ya que a través de la Web y valiéndose de una logística tercerizada, pueden comercializar con todo el mundo. Si el Estado, o mejor dicho los Estados, no llegan hasta ahí para instaurar equidad en esta competencia desleal, el comercio on line se posicionará como la opción más conveniente al bolsillo de todos (oferentes y compradores) aunque nazca de una ilegitimidad. Entonces, aquello que tantos beneficios nos vino a traer, terminará rompiendo el entramado social y dejando heridos a muchísimos ciudadanos.

Es inevitable el cambio, para todos, pero lo que sí es evitable es que sea dramático; solo hace falta que la misma innovación que se ve en la calle, llegue a nuestros dirigentes y que trabajen con la energía puesta en esta situación que no mañana sino hoy, es cada vez más grave.


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