Editorial

La autorregulación es la clave


Un problema de salud pública es una situación que afecta negativamente el bienestar de los individuos y de la población y puede analizarse desde su magnitud o su letalidad. Es decir, para que un problema social sea considerado un problema de salud pública deben cumplirse cuatro condiciones:

  Que ocurra amplia y frecuentemente.

  Que cause severa discapacidad, sufrimiento y muerte.

  Que pueda ser controlado efectivamente.

  Que su solución sea aceptable socialmente.

No hay que ser un especialista en el tema para darse cuenta que en Argentina los accidentes automovilísticos cumplen con esas condiciones. A nivel internacional, según estimaciones del organismo cada año cerca de 1.35 millones de personas mueren y hasta 50 millones sufren lesiones debido a las colisiones de tránsito. A nivel regional, en las Américas ocurren 155.000 defunciones anuales, lo que equivale a 13 por ciento del total de la población mundial.

A nivel nacional, de acuerdo con las recientes estadísticas de la Asociación Civil Luchemos por la Vida, en 2019 se registraron 6.627 fallecidos en las calles del país y más de 100.000 lesionados por la misma causa. Esto significa que mueren al menos 550 personas en Argentina al mes víctimas de algún choque vehicular.

Puede sonar desafiante afirmar en estos momentos que la pandemia de siniestros viales que desde hace años sufre el país debería preocuparnos tanto como el coronavirus. Sin embargo, si nos atenemos a los datos estadísticos, la afirmación no tiene nada de exagerado.

Como decimos, durante 2019, en nuestro país 6.627 personas murieron a consecuencia de distintos episodios de tránsito. Esto representa unas 20 personas por día,  una cifra que habla por sí misma del riesgo que asume un individuo cuando se sube a un vehículo en la Argentina. Es sin duda la pandemia más silenciada.

¿Es un problema de los gobiernos, que no construyen los caminos adecuados para el tráfico actual y no controlan de manera correcta ni a quién le otorgan una licencia de conducir ni la velocidad en las rutas y calles?

¿Es un problema de los fabricantes de autos, que ofrecen vehículos cada vez más veloces y se resisten a dotarlos de implementos de seguridad necesarios?

¿Es un problema de educación y de falta de concientización?

En un artículo titulado “Tecnificación y civilización”, el sociólogo e historiador Norbert Elias (1897-1990) señalaba la importancia de la autorregulación individual para evitar siniestros, y la ponía por encima de las regulaciones estatales, como los límites de velocidad o de consumo de alcohol. Insistía en que era un problema civilizatorio y lo relacionaba con el grado de desarrollo de las sociedades.

Tomando como referencia la pandemia silenciada que nos acompaña desde hace más de un siglo, podemos hablar en los mismos términos de la pandemia del momento: el nuevo coronavirus. Al fin y al cabo todo se reduce a la autorregulación, a la conducta personal, al grado de compromiso con la vida, a la responsabilidad individual. Todos estos términos significan, más o menos, lo mismo y hablan de que si bien es necesario un marco legal amplio y general por parte del Estado, éste por sí mismo no soluciona los problemas, en este caso las dos pandemias que estamos aparejando en el análisis.

Rutas en buen estado y normas de tránsito contribuyen a que la tasa de siniestros viales sea menor pero aun contando con ello, lo determinante es la responsabilidad del conductor: temeridad al volante, consumo de alcohol y estupefacientes, falta de descanso apropiado, estado del auto, son las inconductas que más se registran como causales de los mal llamados accidentes. Y todas ellas representan, justamente, un quebrantamiento de las normas y de las sugerencias que provee el Estado en pos de preservar la vida en las rutas. Lo trágicamente irónico del argentino promedios, de no cumplir con aquello que lo protege del mal.

Idéntica situación se puede observar respecto del coronavirus. No existe normativa -sea ésta más o menos flexible- que pueda preservarnos de un contagio masivo. No se trata (y no es factible) de que haya un uniformado en cada esquina ni de que sea el Gobierno quién diga cuándo y hasta dónde podemos dejar nuestros hogares. Todo se reduce a la autorregulación de la conducta. No existe otra manera. De la misma manera que no puede haber un agente vial adentro de cada auto, no podemos esperar que haya un policía en cada hogar para hacernos hacer lo que -ahora- ya sabemos que debemos hacer.

Sobre esta premisa, y ralentizada la ciudad por la inactividad de los espacios de concurrencia obligatoria y/o masiva como escuelas, clubes, festejos, restaurantes, es tiempo de asumir que lo que sigue es vivir sin confinamiento obligatorio pero con distanciamiento social.

La vacuna contra el Covid-19 podría obtenerse, cuanto menos, en un año o quizás dos.  No se puede seguir con el aislamiento compulsivo como única medida todo ese tiempo.

Se cumplen hoy 44 días de cuarentena por el Covid-19. La sociedad se encuentra agobiada por el aislamiento pero  también porque percibe claramente que la economía de corto plazo complejiza toda estrategia de supervivencia. Sin temor a exagerar, ya estamos viviendo un genocidio comercial y productivo. Y no se trata de poner de un lado de la balanza a la vida y del otro a un negocio, como muchos quieren plantear y como comentábamos la semana pasada en esta misma página.  Se trata de empezar a razonar antes que “paniquear” las decisiones, y lo primero es internalizar que la continuidad de la vida con el nuevo coronavirus está centrada en el proceder de cada uno, ya no depende de las decisiones que tome un Gobierno a modo general.  Mucho menos en el país de la “anomia boba”, como categorizaba el sociólogo Carlos Nino a la predisposición argentina al incumplimiento de toda norma. Nino era también abogado. Fue asesor de Alfonsín en asuntos de Derechos Humanos y uno de los primeros en pensar la reforma de la Constitución, que no llegó a ver. Creía que, básicamente, no se era demócrata solo por nacer o vivir en democracia. Así como las leyes no democráticas suponían un mal de origen, las leyes democráticas no garantizaban democracia. Lo que nos hace demócratas es cumplir las normas. Nos cuesta, lo sabemos. Sobre todo porque miramos para arriba y vemos dirigentes que habitan la ilegalidad, vemos jueces que no ejercen Justicia, vemos legisladores que ni siquiera legislan. En la Argentina se premia a los bobos, casi siempre.

Pero no es en medio de una crisis cuando eso se pone en juego, ni la anomia un camino mejor al de la desobediencia. Hoy, con la inclusión de Pergamino en la modalidad de “cuarentena administrada” que permite el desarrollo de muchas más actividades,  es el momento de recordar que no puede haber sociedad sin respeto por el otro y que la autorregulación de la conducta, en  un acuerdo total con las normas que conocemos, es la única manera que tenemos, ya no para vivir sino para sobrevivir, sanitaria y económicamente hablando.


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