Editorial

La grieta de pobreza


El Indec anunció que la pobreza aumentó en todo el país a un 35,4 por ciento. La cifra es un promedio de los registros del primer y segundo trimestre de este año: tuvimos un 34 por ciento en el primero y un 36 por ciento en el segundo, lo que da este promedio del 35 por ciento. Para el tercer trimestre la tendencia parece agravarse: el Observatorio de Deuda Social de la UCA estima que en la última parte del año la población en situación de pobreza ascenderá a entre un 37 y un 38 por ciento y la población en situación de indigencia, a entre un 7 y un 8 por ciento.

Esta realidad se explica en un contexto de estanflación muy fuerte. La inflación devora los ingresos. No hay capacidad de pagar servicios, ni de reponer problemas habitacionales ni de realizar inversiones en salud, en educación y en alimentos.

Quienes sufren más son las clases medias bajas pero a quienes definitivamente les está pegando más la crisis es al 20 por ciento más pobre: vieron reducidos sus ingresos en términos reales, entre el año pasado y este, tomando los segundos trimestres, un 18 por ciento per cápita. En cambio, las familias más ricas, no los ricos sino la población de ingresos medios altos, solo redujeron sus ingresos en términos reales entre un 6 y un 7 por ciento.

En promedio, los ingresos cayeron un 13 por ciento en términos reales, a nivel urbano, pero mucho más cayeron entre los más pobres. Es decir que aumentó la desigualdad.

De manera tal que esta combinación de recesión con inflación no afecta a todos por igual: perjudica más a los pobres.

Los economistas siempre distinguen dos tipos de pobreza: la coyuntural y la estructural. La primera es la más volátil, la que aparece y desaparece rápidamente de acuerdo al avance de la economía. La segunda es mucho más profunda y difícil de combatir; no deja de existir por la entrega de un subsidio o de un beneficio impositivo, ni cede ante un año aislado de crecimiento económico.

Las mediciones más conocidas sobre la cantidad de pobres tienen un denominador común: toman a este fenómeno solo desde el punto de vista de los ingresos. Sin embargo, este es un concepto que va cambiando y que tiene múltiples aristas:  ¿Qué es ser pobre? ¿Se puede hablar de una sola pobreza? ¿Es lo mismo el pobre de hoy que el de hace 20 años, el de la ciudad que el del campo, el del “primer mundo” que el de un país subdesarrollado?

Decíamos que hay, básicamente, dos formas de medir a los sectores pobres: la estructural y la coyuntural.

La primera se basa en las Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI), que analiza si una familia tiene al menos una de estas carencias: hacinamiento, retrete con descarga de agua, vivienda precaria, niño que no va a la escuela. Este indicador se mide en los censos de población y las últimas mediciones ya están mostrando un piso en Argentina (cerca de ocho por ciento).

La otra medición, la coyuntural, mide la pobreza monetaria. Se pone precio a una canasta básica de alimentos y una canasta básica total; las familias cuyos ingresos no alcanzan a cubrir la primera, están en la indigencia; las que no llegan a la segunda, son pobres. Todas las estimaciones que se difunden habitualmente (incluida la del Indec) se basan en este parámetro. Lo único que cambia es cuál es el valor de la canasta, mientras más alta sea, más familias serán pobres y viceversa.

Las dos mediciones tradicionales, la de NBI y la de la valoración de los ingresos tienen limitaciones para entender el fenómeno actual.

La de NBI toma un concepto que está siendo superado permanentemente. En el mismo sentido está la medición por canastas de alimentos: si una persona puede comer o le alcanza para cubrir bienes básicos, ¿ya no es pobre?. Hoy tener agua, alimentos, vestimenta no hace que una persona no sea pobre, porque han surgido nuevas necesidades básicas a satisfacer, por ejemplo la comunicación.  En este sentido, con la pobreza está pasando algo parecido a la educación: 100 años atrás, la persona que sabía leer y escribir era educada; hoy eso ya no alcanza para considerar instruida a una persona y se deben incluir otros parámetros.

Bien podríamos decir que en Argentina hay, al menos, ocho tipos de pobreza: la urbana estructural, la rural, los nuevos pobres o pobres por ingresos (lo que se mide normalmente), los migrantes o trabajadores golondrina, los pueblos originarios, la pobreza “del estallido” (esa que se muestra siempre en los medios) y, el grupo más numeroso: los pobres “invisibles”.

La gran mayoría (entre 20 y 45 por ciento) está en este último grupo: tiene casa, vive en un barrio regular con servicios, tiene trabajo formal, algunos incluso tienen varios empleos. Son  pobres con trabajo, con un salario que no les alcanza para vivir. Es gente que vive mal, angustiada, deprimida, con miedo por la inseguridad; trabaja todo el día pero el dinero no le alcanza, no califica para los planes sociales ni para los subsidios, no tiene tiempo libre, tiene que esperar 40 minutos un colectivo en las grandes urbes (acá a veces también) si no hay paro, y horas en un hospital público.

Otra característica de este grupo es la percepción de que sus hijos van a estar peor, muy alejado del ideal de ascenso social de décadas atrás. La idea de que con educación y esfuerzo se puede progresar, y el convencimiento de que nuestros hijos tendrán un mejor nivel de vida que el nuestro, está siendo cada vez más una ilusión. Según un informe de la Ocde (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), la movilidad de ingresos entre generaciones se ha estancado desde la década del ‘90 en la mayoría de los países, al tiempo que la riqueza, sobre todo la heredada, se concentra cada vez más.

El estudio, que incluye una treintena de países -entre ellos la Argentina-, muestra que los niños nacidos en hogares de bajos ingresos tienen cada vez menos posibilidades de ascender económicamente y mejorar su condición social.

Según este informe, para un niño nacido en un hogar pobre de la Argentina, llevaría seis generaciones mejorar sus condiciones de vida en cuanto a ingresos, nivel de estudios, vivienda digna y acceso a la salud, entre otras condiciones, para llegar a la clase media. Si ese mismo niño naciera en Colombia, le llevaría 11 generaciones salir de la pobreza. Pero si naciera en Dinamarca o Suiza, le llevaría dos generaciones, mientras que el promedio para los países de la Ocde es de 4,5 generaciones.

Demasiadas personas sienten que están quedando rezagadas y que sus hijos tienen muy pocas oportunidades de salir adelante. Y esto tiene un impacto notable  en la cohesión social. Tal vez esta sea la grieta más dolorosa, profunda e insalvable que tengamos. 


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