Editorial

La grieta instalada en la política en un momento delicado de la pandemia


La grieta que desde hace mucho tiempo divide a los argentinos se instaló definitivamente en la pandemia de coronavirus y como nunca los posicionamientos políticos disimiles aparecen como la fotografía del modo en que se maneja el diálogo y la acción política del país.

La decisión del Gobierno nacional de anunciar la extensión de la cuarentena hasta el 20 de septiembre a través de un mensaje presidencial grabado de apenas cinco minutos dejó atrás las extensas conferencias de prensa donde se exponían argumentos para convocar a los argentinos a quedarse en casa. Y lo que representó ese anuncio de Alberto Fernández sin la presencia del gobernador de la provincia de Buenos Aires ni del jefe de gobierno porteño fue algo más que una diferencia o cambio en la estrategia comunicacional.

El aislamiento social preventivo y obligatorio como recurso estaba socialmente agotado y las diferencias en el modo de salir de la cuarentena estricta para ingresar en una fase de “distanciamiento social” que acerque al país a la “nueva normalidad” y reactive el alicaído aparato productivo comenzó a crear el escenario propicio para que las diferencias políticas irrumpieran con la misma virulencia que el virus, filtrándose por el espacio de consenso que fue, de la mano de la acuciante situación sanitaria, lo que le dio cohesión a las medidas que hubo que instrumentar en el país para aplanar la curva de contagios y evitar que el sistema sanitario colapsara.

La decisión del jefe de gobierno porteño de valerse de los datos epidemiológico de su distrito para seguir adelante con el plan de aperturas diseñado, generó el malestar no solo del gobernador bonaerense sino del propio presidente de la Nación que tildó a la Ciudad de Buenos Aires de opulenta y poco solidaria.  En lo discursivo y en lo actitudinal son definiciones fuertes que hablan de una fractura que se intenta minimizar, pero que existe.

El pedido de abrir las aulas de escuelas porteñas para permitir que los 6.500 estudiantes de la ciudad de Buenos Aires sin acceso a la conectividad retomaran sus clases y la negativa de las autoridades nacionales bajo argumentos sanitarios terminó de definir el quiebre y la distancia.

En la Provincia de Buenos Aires el mensaje de Axel Kicillof fue contundente en oposición a las aperturas calificadas de “prematuras” en este contexto de la pandemia. Sus apreciaciones son el reflejo claro de las disidencias que por estas horas impiden los acuerdos mínimos.

En el medio de estos cortocircuitos políticos, una curva de contagios que no cede, un crecimiento exponencial de los casos en lugares del país que hasta hace poco ostentaban el privilegio de estar por fuera de las calientes estadísticas; el estrés manifiesto del sistema sanitario que aunque se define federal no expone las mismas realidades a uno y otro lado de la geografía. Y la sociedad que apremiada no termina de acatar las normas que se imponen como “vacuna” para ganarle la batalla al virus.

En este escenario es cuando más se requiere de la templanza de los líderes. Genera fastidio y hartazgo ver cómo en un momento muy delicado de la pandemia la grieta se muestra como “la otra pandemia” que hay que erradicar si se pretende un país viable.

Genera desesperanza ver cómo la política dejó de estar a la altura de las circunstancias; cómo las diferencias que dividen la realidad en blancos y negros sin admitir los grises termina por imponerse.

Lo que parece primar por estas horas es el individualismo, por sobre la necesidad de construcción colectiva. Y el cansancio que no llega por casualidad sino por consecuencia de la falta de coherencia entre el decir y el hacer de quienes tienen responsabilidad de liderazgo.

Si en el inicio de esta emergencia sanitaria algo resultó bien fue que el país fue capaz de encolumnarse detrás de un objetivo común. Con el diario de ayer es discutible si la medida fue anticipada. Lo que resulta incomprensible es que las discrepancias políticas ganen la escena pública en momentos en que Argentina es el epicentro de la pandemia con indicadores sanitarios nada alentadores.

La esperanza de que al final de este proceso doloroso saliéramos socialmente mejores cae ante lo irrefutable de la realidad que muestran quienes tienen responsabilidad de conducción. Cae en saco roto la idea de un cambio profundo en las relaciones sociales cuando se ve a los legisladores “chicaneándose” por nimiedades mientras médicos y enfermeras trabajan a destajo en servicios sanitarios sumamente exigidos por el creciente número de casos. Cae la esperanza de un futuro mejor cuando es imposible establecer los consensos mínimos para seguir enfrentando a este enemigo silencioso en una batalla que de ninguna manera está ganada.

Si bien en más de una oportunidad desde este mismo espacio editorial señalábamos la necesidad de aprender a convivir con el virus y planificar el día después con un programa concreto que le permitiera al país salir de una de las crisis más profundas de su historia, y marcábamos el rol vital de la responsabilidad individual en ese proceso como herramienta de cuidado colectivo, no menos cierto es que el manejo de una emergencia sanitaria de esta dimensión debe estar en manos de los decisores de la política. Los mismos que han decidido hacer estallar los acuerdos.

Cuando esto comenzó, especialistas con sobrada experiencia en la administración de este tipo de emergencias señalaron una premisa que vale como regla: “En tiempos de catástrofes de esta naturaleza a las sociedades les queda ser obedientes”. Pero para ello las recomendaciones deben ser claras y las actitudes de los gobernantes, coherentes. De lo contrario lo que impera es el debate estéril y el caos, con consecuencias y costos sociales aún impredecibles.


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