Editorial

La pandemia es el golpe de gracia


La nube tóxica comenzó en la ciudad de Wuhan, donde estalló el Chernobyl del Partido Comunista Chino. Se ha posado sobre Europa, con su sombra de muerte y miedo. Se cierne sin contemplaciones sobre América, vapuleando la soberbia de Donald Trump.

La globalización no se elige. El mundo es uno. En el centro o en los suburbios.

La trágica expansión del coronavirus sorprendió a la Argentina en su hora de mayor fragilidad. Con el sector público en virtual cesación de pagos, con la economía real sumida en una recesión interminable y el consumo atenazado por una inflación que no cede. Ni con el ancla del dólar prohibido, ni con las tarifas y los combustibles congelados.

A instancias del Poder Ejecutivo, el Congreso Nacional sancionó múltiples emergencias en diciembre pasado, sobrevaluando algunas para expandir los márgenes de acción discrecional. Jamás imaginó el país político que le diluviaría una emergencia tan drástica, ajena a cualquier exageración.

La estrategia económica del Gobierno nacional, que antes de la pandemia ya tambaleaba al filo de los vencimientos de deuda, se derrumbó ante lo inesperado. El núcleo de esa estrategia era la renegociación de la deuda externa sin exhibir un plan de reducción del déficit. El Gobierno siempre adujo que era conveniente ocultar las cartas, conociendo cómo juegan en las mesas los tahúres.

Esa etapa caducó. Dejó de existir, aun antes de su hora, en la misma semana en que Martín Guzmán tenía que hacer su oferta de pago a los acreedores privados. La combinación de una plaga global -esparcida en buena parte por la irresponsabilidad de los líderes del mundo- y la guerra de precios del petróleo, causó pánico en los mercados. Guzmán guardó sus cartas. A nadie le importó su programa secreto. La mesa de tahúres ya no estaba. Sus jugadores se autoconfinaron en su refugio más visceral: la aversión al riesgo.

¿Es el final de juego? No necesariamente. Pero sí el final de una estrategia. Cuanto antes lo advierta el país, menores serán sus padecimientos.

La crisis del coronavirus ha desatado un sismo geopolítico de consecuencias impredecibles. Occidente, que impulsó la globalización, le entregó con ella a Oriente la herramienta de su momento más expansivo. Reaccionó después con Trump, el Brexit, la ideología de los muros, el aislacionismo. Intentando en vano restaurar su caparazón, un virus ha derrumbado esas torres imaginarias.

Argentina navegó los momentos expansivos y contractivos de la globalización con la sociedad partida en dos. Entre quienes sostenían que el mundo era una oportunidad y quienes señalaban que era una amenaza. Esos dos polos se referenciaron en dos liderazgos opuestos: el de Mauricio Macri y el de Cristina Fernández. Y esa división se mantuvo, a pesar de que ambos liderazgos tuvieron momentos de oportunidad y momentos de amenaza global.

Cristina no existiría en política sin la oportunidad que le regaló el momento expansivo de la globalización, cuando China compraba soja a precios que no parecían tener límites. Pero también tuvo la crisis financiera de 2008, cuando el mundo parecía caer sobre su cabeza y la expresidenta se enojaba disertando sobre el “narcocapitalismo”.

Macri comenzó su gobierno escuchando a Barack Obama proponerle, en el Salón Blanco de la Casa Rosada, el comienzo de una transición de salida del populismo. Ofreciendo financiamiento para la generación de energía limpia y mirando de reojo a los yacimientos de petróleo no convencional. Y terminó su gestión pidiéndole al proteccionismo inesperado de Donald Trump que facilite los préstamos del Fondo Monetario porque, de pronto, entre sequía y tasas más altas, “pasaron cosas”.

Cristina y Macri -los bloques sociales que representan- llegaron con su pleito irresuelto a la renovación presidencial. Visto en perspectiva, el triunfo de Alberto Fernández fue el de un emergente sorpresivo que prometía armonizar las visiones opuestas. Pagar la deuda porque otro default implicaría abandonar el mundo como oportunidad. Pero no a costa de mayores ajustes, porque eso supondría desconocer al mundo como amenaza.

Al presidente Fernández, que reclamó por la devaluación de la palabra política, le ha llegado el momento de una verdad incontrastable: la crisis del coronavirus demuestra que el mundo es uno. Para el comercio y para el contagio. Para obtener beneficios. También para asumir los costos.

Si imaginó como propuesta de campaña la cuadratura del círculo, ahora no tiene opción: debe ponerla en práctica.

Los líderes europeos que lo recibieron hasta ayer, hoy están en cuarentena, administrando urgentes hospitales de campaña. El viaje a Washington que pensó como un camino tan oblicuo que hacía escala en Madrid, es ahora una contingencia impredecible entre aeropuertos cerrados.

Tiene sin embargo un capital inexplorado para esa tarea titánica: la voluntad de su país. Y la colaboración ofrecida por sus opositores, que ha sido hasta ahora más generosa que la de su principal aliada: Cristina Kirchner, su referencia política, abducida hasta la alienación por la agenda de la impunidad, la presión a los jueces, la vindicación personal de su controvertido paso por el poder.

Alberto Fernández está obligado a elegir. El tiempo corre y lleva a todo un país en sus espaldas. Argentina es un enfermo añoso, crónico y con patología terminal, que ya estaban en terapia intensiva cuando le llegó el coronavirus para darle la estocada final.


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