Editorial

La Rusia de Putin en el nuevo concierto mundial


Vladimir Putin, quien en mayo próximo cumplirá 20 años al frente de Rusia, puso en marcha una reforma constitucional que le permitiría, mediante tres victorias electorales consecutivas, extender su mandato presidencial hasta 2036. De este modo, superaría el récord de permanencia en el poder establecido por Joseph Stalin y se acercaría al extenso período imperial de la zarina Catalina la Grande, una figura casi mítica de la historia rusa. Pero esa comparación con Stalin, que en este caso sería como la radiografía de un éxito de estabilidad política, tiene como contrapartida el fantasma de Mijaíl Gorbachov, el líder reformista que terminó convertido en el liquidador de la Unión Soviética.

Putin es el artífice de la resurrección de Rusia como actor político global. Tras dos períodos presidenciales de cuatro años (entre 2000 y 2008) y otros cuatro como primer ministro y hombre fuerte del gobierno de su delfín Dmitri Medvédev (2008-2012), Putin comenzó en 2012 su tercer mandato, esta vez de seis años, y tras su reelección en 2018 tiene mandato hasta 2024, cuando cumpliría 24 años en el poder, un lapso que la reforma constitucional en marcha permitiría extender por otros doce años hasta 2036. Para entonces, tendría 83 años.

Este férreo liderazgo, que cuenta con un inmenso apoyo de la opinión pública, está sostenido en tres instituciones sólidamente arraigadas en la historia rusa: la Iglesia Ortodoxa, las Fuerzas Armadas y los servicios secretos, a los que Putin perteneció como coronel de la antigua KGB soviética. Sobre ese trípode, Putin encarna la reaparición del nacionalismo ruso, orientado a levantar la autoestima de una nación humillada, que en muy poco tiempo descendió de la categoría de superpotencia a la condición de un país en bancarrota condenado a la irrelevancia internacional.

En contraste con ese pasado de frustraciones, Putin plantea una “visión positiva” de la historia rusa. No reivindica el período comunista, pero elogia al Stalin de la “gran guerra patriótica”, que expulsó a los invasores alemanes y fue un factor determinante de la derrota del nazismo en la segunda guerra mundial. Uno de sus aforismos célebres es que “quien no echa de menos a la Unión Soviética no tiene corazón, quien la quiere de vuelta no tiene cerebro”. Los comunistas rusos están en la oposición pero no sufren las persecuciones que padece la oposición liberal.

Putin encarna la resurrección de los valores culturales tradicionales. Afirma que “Rusia es uno de los últimos grandes guardianes de la cultura europea, de los valores cristianos y de la verdadera civilización europea”. En función de su alianza estratégica con la Iglesia Ortodoxa, a la que devolvió la influencia política que había perdido durante la etapa comunista, desarrolla una agresiva prédica contra el aborto, el divorcio y el matrimonio igualitario.

La reforma constitucional, cuya aprobación está sujeta a un referéndum convocado para el próximo 22 de abril, incluye la consagración constitucional de la “fe en Dios” y la taxativa definición legal del matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer.

Con un vigoroso resurgimiento de su poderío militar, Rusia probó su fuerza en Ucrania, con la anexión de la península de Crimea en 2014 y recuperó su esfera de influencia sobre las antiguas repúblicas soviéticas y algunos de sus expaíses satélites de Europa Oriental. Al mismo tiempo, en sociedad con Irán, entró en Siria para combatir al Isis y respaldar al régimen de Bashar al-Assad, con el fin de volver a erigirse en una potencia decisiva en Oriente Medio, la región más estratégica del planeta. Simultáneamente, avanza en América Latina a partir de su involucramiento con el gobierno venezolano de Nicolás Maduro, convertido en un virtual protectorado ruso.

La impronta cultural tradicionalista ayuda también a Putin a legitimar una audaz jugada enmarcada en su estrategia geopolítica: el aliento a los movimientos de la ultraderecha europea, cuyo ascenso apunta a debilitar a la Unión Europea y por extensión a la Otan. Además del apoyo a la Liga Nacional de Matteo Salvini en Italia, al Frente Nacional de Marine Le Pen en Francia y a grupos afines en Alemania y otros países del viejo continente, los servicios de Inteligencia occidentales investigaron la intervención rusa en la campaña del referéndum que decidió el Brexit en 2016.

Este apoyo encierra una paradoja cargada de sentido: durante la Guerra Fría, Moscú auxiliaba a los partidos comunistas europeos para desestabilizar a la alianza occidental; ahora con el mismo objetivo respalda a la ultraderecha nacionalista de esos países.

El objetivo estratégico de Putin es transformar a Rusia en la tercera pata de un sistema político mundial que tiene hoy dos componentes fundamentales: Estados Unidos y China.

Esa idea de un triángulo Washington-Beijing-Moscú no está ausente en la Casa Blanca. De hecho, más allá de las teorías conspirativas, es el origen de los vínculos entre Putin y Trump.

Henry Kissinger (la única voz del “establishment” diplomático estadounidense escuchada por Trump) aconseja utilizar a Rusia como contrapeso de China, de una forma igual pero a la inversa de la maniobra que protagonizó en 1971, en plena Guerra Fría y durante la gestión de otro presidente republicano, Richard Nixon, cuando se entrevistó con Mao Tse Tung para restablecer las relaciones con Beijing a fin de contener al expansionismo soviético.

En línea con ese nacionalismo, Putin implementa un “capitalismo de Estado”, en una economía relativamente cerrada y altamente dependiente del petróleo. Dimitry Oreshkin, un destacado analista político ruso, describe a este peculiar sistema económico como “burness”, una simbiosis basada en la interacción entre funcionarios y exfuncionarios con las grandes empresas privadas, desarrollada bajo una severa tutela estatal en la que tienen un rol central los servicios secretos, de los que provienen Putin y sus amigos más cercanos.

Este punto es el talón de Aquiles de la Rusia de hoy. El eclipse de la Unión Soviética ocurrió cuando la burocracia comunista, empezando por la KGB que integraba Putin, llegó a la conclusión de que su sistema económico, anticuado e ineficiente, no le permitiría solventar la competencia militar por la supremacía mundial con Estados Unidos.

Con Putin, Moscú vuelve a emerger hoy como potencia global por su poderío militar, pero con una base económica endeble. La abrupta caída del precio internacional del petróleo es una señal de alerta sobre esa vulnerabilidad estratégica. Rusia corre entonces el riesgo de tropezar dos veces con la misma piedra y pasar de la megalomanía de Stalin a la debacle de Gorbachov.


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