Editorial

La urgencia social por construir “la nueva normalidad” comienza a interpelar a la política


Cuando aún no ha llegado el pico de contagios de coronavirus, la profundidad de la crisis que ha generado la pandemia en términos económicos y sociales motiva que crezca la impaciencia respecto de cómo será el “día después”, cuando el aislamiento preventivo y obligatorio marcado por las autoridades termine y comience a configurarse la “nueva normalidad”. Si bien el horizonte sanitario indica que el camino es largo, algunos indicadores y el hartazgo de la propia sociedad comienzan a imponerle un límite al confinamiento.

Haciendo la salvedad de que no ha sido la cuarentena sino la pandemia la que ha puesto en jaque al país, haciendo tambalear una estructura económica y financiera de por sí endeble y resquebrajada, lo cierto es que en el seno de la sociedad comienza a gestarse una presión bajo el argumento del respeto a las libertades individuales y a los derechos personales y colectivos. En este escenario, empieza a ocupar un lugar central en la consideración pública el valor que tendrá la política y sus instituciones como espacios de configuración de esa nueva normalidad y esos nuevos liderazgos que resultarán necesarios para vivir en un mundo que tendrá que recuperarse de una crisis profunda y sin precedentes.

El mundo está aprendiendo a convivir con un fenómeno que nadie sabe a ciencia cierta cómo afrontar. La emergencia sanitaria planteada por el nuevo coronavirus hizo estallar el capitalismo en pedazos y ni siquiera los sistemas más robustos del mundo salieron ilesos. Y la película que exhiben varios de los países que ya han salido de la curva de contagios demuestra que quienes mejor encauzaron la situación fueron aquellos que consiguieron articular del mejor modo las acciones colectivas.

No hay que alejar demasiado la mirada para observar cómo la falta de coordinación de las decisiones de algunos gobiernos tuvo impacto global. Algo que se contrapone con la respuesta individual de los ciudadanos que han acatado normas individuales para preservar la salud colectiva.

De algún modo, la pandemia ha unificado a la humanidad y mostrado cómo las comunidades son capaces de afrontar estas situaciones con un enorme grado de madurez cívica. En contraposición, también ha expuesto como algunos líderes han encontrado espacio para picardías y especulaciones que, subestimando la gravedad de la emergencia, generaron consecuencias ya conocidas.

Como si fuera la trama de una historia que se va narrando en tiempo real a medida que el virus avanza, la realidad parecería mostrar que les está yendo mejor a quienes expresan un mayor nivel de institucionalidad y encuentran formas de organización que posibilitan respuestas más eficientes en términos sanitarios, económicos y políticos.

En el inicio de la pandemia, en Argentina, a contracorriente de lo que hubiera podido pensarse en el contexto de una sociedad sumamente dividida, la clase dirigente mostró que fue capaz de ponerse a la altura de las circunstancias. Sin embargo, con el avance del confinamiento y la irrupción de focos de contagio en determinados conglomerados urbanos, la misma clase dirigente comenzó a dividir las posiciones y a poner en riesgo lo conseguido.

En este sentido, y cuando urge comenzar a pensar en cómo se reconstruirán el aparato productivo y la trama social, resulta imperativo que quienes tienen responsabilidad dirigencial expresen generosidad e inteligencia. Porque lo que sobrevendrá a la pandemia importará un cambio muy fuerte en todas las dimensiones de la vida.

Quizás el desafío pase por lograr que la cooperación y el consenso logrado cuando se instrumentaron las medidas de emergencia, sean capaces de extrapolarse a otros temas también vitales. Esa es tarea de los líderes, interpelados como nunca a actuar con extrema responsabilidad. Su gran desafío será demostrarle a la sociedad que son capaces de poner en práctica el diálogo y la búsqueda del consenso para afrontar “las otras pandemias”. Y hacerlo sin caer en antagonismos. Ya nadie puede hacerse el distraído frente a las enormes desigualdades que experimenta el país y que la pandemia puso en foco. Tampoco podrán correr la mirada de los graves problemas estructurales. Y en ello la política va a tener que jugar un rol fundamental.

Construir consensos democráticos y acuerdos de mediano alcance deberán ser próximas metas. Y ello requerirá de la configuración de liderazgos en todos los planos de representación. Solo así será posible conducir los destinos de un país que estará sumido en una profunda crisis y que deberá convivir con naciones también sumergidas en una depresión manifiesta.

La realidad y la incertidumbre interpelan sobre el rol de la política y las instituciones. Robustecerlas sin caer en la tentación del poder absoluto, puede ser el camino. En la configuración de la nueva normalidad que parece imponer el coronavirus, hará falta un Estado inteligente capaz de acompañar la recuperación del capital social, principal valor que tendrá el país para ponerse de pie e iniciar su reconstrucción cuando la pandemia pase.


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