Editorial

La verdad ante todo, para cerrar la grieta


La moderación de las medidas económicas anunciadas por Alberto Fernández desde su asunción como presidente de la Nación es útil para mostrar que todos los gobiernos se parecen bastante cuando los recursos escasean: es imperioso recuperar el crédito internacional y los márgenes políticos para la obtención de fondos por vías extremas también son estrechos. En esas circunstancias, los gatos no necesitan de la noche para tornarse todos pardos.

En el caso de Alberto Fernández, el resultado es que sus anuncios se parecen bastante a los que podría haber efectuado Mauricio Macri si hubiese ganado la reelección. Un ajuste por vía impositiva para algunos, y para otros una asistencia económica directa que no les cambiará la vida pero los ayudará a tener más tiempo las cabezas por encima del agua.

Un reparto de naipes en el que el Estado meterá mano para que también mejoren las cuentas fiscales, punto de partida indispensable para una renegociación de la deuda. Es decir, nada de aquella dulce melodía que el actual oficialismo tocaba cuando era oposición.

Esta cita forzosa con la realidad no deja de tener su costado desopilante, como el de escuchar y leer a los nuevos ocupantes del poder, sus referentes y sus seguidores esmerándose en hacer creer que esto de ahora, tan parecido a lo anterior, es algo totalmente nuevo.

“Si ajustar es ordenar las cuentas públicas, estamos haciendo un ajuste”, dijo el propio presidente días atrás. Enseguida agregó que se trata de un ajuste “distinto de los anteriores” porque “no está pagado por los que menos tienen sino por los que están en mejor situación”. Una gambeta previsible pero que queda desmentida por el caso testigo de los jubilados: se subieron las jubilaciones mínimas de 14.068 pesos a 19.068, durante dos meses, a cambio de congelar una ley de actualización de haberes que las hubiese mejorado casi un 30% de manera permanente en el primer semestre de este año y posiblemente un 50% en todo 2020.

“Es impagable, los jubilados jamás van a poder cobrar eso”, se sinceró Fernández más recientemente. Ergo: por decreto se les dará “lo pagable”, un reajuste seguramente inferior al que les hubiese correspondido por esa ley que el kirchnerismo había resistido a capa, espada y piedrazos en 2017, cuando decía que la norma, promovida por el gobierno de Macri, era un “ajuste feroz” sobre el sector pasivo.

La verdad de la historia es que aquella vez la dirigencia K no mentía. La propuesta macrista reemplazaba a una ley de actualización que Cambiemos temía que fuese demasiado beneficiosa para jubilados y pensionados.

Aquella misión de perjudicar a los viejos no le impide ahora condenar la medida de la administración justicialista. El rol de negadores les toca esta vez a los funcionarios y legisladores del PJ, al glorioso periodismo militante y al resto de la obsecuencia oficialista.

Esa continua inversión de papeles en la historia argentina debería servir para comprender que la tan mentada grieta nacional está basada más en nuestra pasión por los estereotipos, en el cinismo y en la falta de autocrítica que en diferencias de fondo. Y no es que haya simetría entre ambos lados de la gran fractura, pero -como puede verse- tampoco es que nos encontremos con mundos totalmente distintos. Si los hubiese, sus recetas serían notoriamente divergentes. Y no lo son, como estamos viendo.

El juego lleva demasiado tiempo y la verdad es que dejó de ser divertido. Envenenó nuestra convivencia democrática, que se tornó endeble y formal. La supuesta existencia de “dos modelos de país” (cuando desde hace décadas no vemos siquiera uno) fue la excusa perfecta para que los niveles de confrontación y desprecio recíproco que se ven en todas partes, pero más voluminosamente en las redes sociales, parezcan compromiso personal con una causa y no lo que verdaderamente son: simple estupidez circulando indefinidamente.

Un ventarrón que va recogiendo resentimientos de todos los calibres y que, convertido en tormenta de polvo, enceguece al punto de impedir el realineamiento que verdaderamente necesita el país: el de los honestos contra los que roban, el de los que creen que nada se consigue sin esfuerzo versus los que se esfuerzan por hacer nada, el de los que buscan progresar sin perjudicar a nadie contra los que siempre molestarán a quien haga falta con tal de tener su vida de millonarios.

No se trata en lo más mínimo de un proceso fácil. Es más: probablemente nunca lo veamos andar. No hacen falta muchas cosas, pero las pocas cosas que se necesitan son demasiado grandes. Una de ellas, una nueva manera de ver y entender nuestra historia. Otra, que coincidan en tiempo y espacio liderazgos democráticos y conciliadores, cuyos destinos no dependan de avivar el odio sino de ser tenaces en extinguirlo.

La expansión y la contracción cíclicas de las masas de votantes de una vereda y otra muestra que para millones de argentinos las diferencias no son tantas. Hasta hay en ambos sectores fanáticos que tienen discursos diferentes pero modos similares a la hora de odiar. Una insufrible guerra entre “choriplaneros” y “globoludos” basada en un historieta de héroes y villanos que les venden (y ellos compran) diariamente.

Muy cerca de los despreciadores están las minorías que sí apuestan a un concepto muy diferente de nación. Por izquierda o por derecha coinciden en atribuirse una superioridad objetiva sobre los demás.

Están en todas partes, y si alguna vez las cosas son como deberían ser, se volverán insignificantes. Si tenemos suerte, llegará el día en que los nuevos tiempos se lleven al olvido a los generales de la decadencia, que tanto necesitan de estas batallas cotidianas en el barro, y sólo queden, mirándose y redescubriéndose, hombres y mujeres deseosos de construir un país basado en la verdad.


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