Editorial

Las deudas de la democracia recuperada


Ya pasaron 35 años, el período más largo de la consolidación de la democracia en la Argentina, una nación que golpe tras golpe de Estado nunca terminó de madurar lo suficiente como para asumir que la certidumbre, la previsibilidad y el orden son cuestiones fundamentales, no solo para preservar las garantías civiles sino también para crecer en materia económica y lograr ese bienestar que todos anhelamos.

En este nuevo aniversario que celebramos el pasado 10, nos encontramos nuevamente frente ante el crudo y fatal axioma que cada tanto nos acecha: solo el peronismo puede gobernar la Argentina. Desde esta mirada, quedarían de alguna manera exculpados Macri y sus aliados, puesto que sus actuales impotencias solo formarían parte de una larga saga en la que frondizistas y radicales que desde el año 1928 han tropezado siempre con la ingobernabilidad y con la frustración prematura. Este viejo adagio resucitado, que tantas alegrías le trajo al caciquismo de Perón, encaja con los cíclicos tiempos de pesimismo e impaciencia. En otras épocas, esa misma ansiedad, esa precipitación de muchos hombres de negocios se evacuaba en los mullidos sillones de los generales. Personas cosmopolitas, respetuosas del Estado de Derecho (en Europa), cavilaban por entonces que los argentinos no estábamos lo suficientemente maduros para la democracia y que aquí solo podía conducirnos un líder providencial capaz de saltearse las reglas siempre lentas, débiles y consensuales de la República. El partido militar venía a solucionar entonces un país que “por las buenas” no tenía solución. Caída en desgracia esta vía nefasta, el peronismo fue ocupando progresivamente el lugar de los antiguos “salvadores de la Patria”: esa factoría de hombres fuertes y poco afectos a la prudencia. Exasperados por los respectivos calvarios de Alfonsín y la Alianza, los sedientos imploraban en el oído de los peronistas lo que muchas veces habían rogado en el casino de oficiales: que venga con urgencia un macho alfa y apague el incendio, que por otra parte el propio movimiento nacional se había ocupado de prender y avivar con pesadas herencias, o con zancadillas antológicas y hostigamientos gremiales. Es así como el partido de Perón, poco afecto a las normas establecidas y apoyado por quienes decían adorarlas, fue investido consciente o inconscientemente como la bala de plata del sistema.

Así ha sido como desde siempre, la salud de la economía determina la salud de la democracia; ha funcionado como una variable determinante, ya sea para detonarla como enarbolarla.

Pero el miedo no es zonzo ni ciego, ni tiene motivaciones estrictamente ideológicas. Ya se sabe: así como billetera mata galán, miedo mata desencanto. Por eso, tras lo vivido en la última dictadura, aun ante la más dramática de las crisis hay salidas que ya no son una alternativa en ningún rincón del país.

Visto desde el plano institucional lo mejor que pudo pasarnos en 1983 fue el triunfo de Raúl Alfonsín, un hombre íntegro de una honestidad a toda prueba. Era la figura ideal para moldear la democracia, pero su fracaso económico no le permitió achicar la grieta (que por supuesto ya existía) para con el peronismo.

La segunda experiencia fue con Carlos Menem, un hombre que domó la economía, pero de muy poco apego a la institucionalidad. Un pragmático con poco vuelo intelectual pero un as para la política. Leímos por ahí una idea que se aplica exactamente a nuestra realidad: en la película Nixon de Oliver Stone, Nixon se arrodilla frente al retrato de Kennedy y dice “cuando te miran, ven lo que quisieran ser, y cuando me ven, ven lo que son”. Siempre elegimos mirarnos en Alfonsín, que es una figura destacable, pero es un espejo muy exigente, pero cuando vemos lo que somos quizá se nos aparece la figura de Menem, más picardía que principios.

Después tuvimos la década kirchnerista donde la grieta se abrió y profundizó hasta hacerse herida y ahora atravesamos el macrismo que nos sobrevuela y que veremos cómo culmina. Pero esto es periodismo, todavía es muy pronto para que estos mandatos sean historia.

Nuestra tesis de estos 35 años de democracia la podemos dividir en dos planos donde tenemos deudas: el político y el económico. La cuestión política dice bastante de nosotros, porque el primer gobierno no peronista que se perfila para terminar el mandato en tiempo y forma es el de Mauricio Macri, en estos 35 años y si ampliamos la mirada el último que concluyó mandato fue el de Marcelo Torcuato de Alvear (1922-1928), cuando todavía no había nacido el peronismo ni se había producido el primer golpe de Estado como nación jurídicamente organizada.

En realidad los golpes militares en el pasado y la presión peronista en las últimas décadas generaron esta situación. Pero lo preocupante es que no hemos encontrado los consensos para sostener políticas públicas por fuera de la grieta histórica, no solo la que ahora reconocemos como grieta, sino la profunda, la que viene desde los comienzos de nuestra historia, donde reconocemos a morenistas y saavedristas, unitarios y federales, conservadores y radicales, radicales y peronistas y más modernamente kirchneristas y macristas. Y esta es una deuda política pesada de nuestra democracia, no haber logrado establecer directrices para el desarrollo del país que sobrevivan los cambios de administraciones.

Desde el plano económico, la pobreza estructural es una de las deudas más claras de la democracia, producto de los vaivenes de los modelos que hemos aplicado, uno distinto del otro. “La defensa de los derechos humanos no se agota en la preservación de la vida, sino además también en el combate que estamos absolutamente decididos a librar contra la miseria y la pobreza de nuestra Nación”, aseguró Alfonsín en su discurso de asunción.

Sin embargo vemos cómo evolucionó la pobreza desde 1983 hasta la actualidad. En 1980 el 22 por ciento de los hogares vivía con Necesidades Básicas Insatisfechas mientras que los últimos datos sobre la problemática ubican a la pobreza en el 33 ó 34 por ciento. Y es así como con Alfonsín comenzamos con el programa Caja PAN, que era para ayudar a la canasta alimentaria y hoy gastamos miles de millones de pesos en planes sociales, los que crecen como un cáncer, mientras el empleo se retrae producto de la crisis.

En la Argentina hay dos mediciones oficiales sobre pobreza. La primera -y más conocida- es la que realiza el Indec cada seis meses y en la que mide la pobreza por ingresos (es decir, son pobres los que no tengan determinados ingresos como para cubrir una canasta de bienes y servicios básicos). La segunda es la que se realiza en los censos (que se hacen cada 10 años) y se trata de una medición multidimensional de la pobreza, las Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI), que analiza la situación de la vivienda, las condiciones sanitarias, si existe hacinamiento y la capacidad de subsistencia. Y la realidad es que en estos más de 30 años fuimos escalando tanto en la pobreza medida por ingresos como en la multidimensional, que es la más difícil de erradicar porque no se trata solo de lograr aumentar el salario, sino de resolver problemas de vivienda, de educación.

Estos 35 años de democracia dejaron deudas, algunas políticas y otras económicas, sin embargo atravesamos el mejor sistema conocido de representación para el uso del poder y la verdad es que en un país que ha sufrido la larga noche del proceso militar, vivir en una república todavía es el sueño de varias generaciones de argentinos.


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