Editorial

Las reformas que construyan un país viable, en la agenda del próximo gobierno


Poner en marcha el aparato productivo del país y ordenar indicadores económicos complejos serán los desafíos que tendrá el próximo gobierno, independientemente del color político que sea. Esto requerirá de la implementación de una serie de reformas que resultan imprescindibles para pensar en un Estado sustentable y en un país previsible. Se trata de transformaciones estructurales que abarcan aspectos medulares tanto de la economía como del sistema institucional. Las reformas previsional, tributaria y laboral deberán tener un lugar prioritario en la agenda de quienes conduzcan la Argentina de las próximas décadas. Se las quiere evitar adjudicando a ellas un supuesto perjuicio (alimentado, como siempre, por fantasmas del pasado) pero sin ellas somos un país sin posibilidad alguna.

En las reformas que deben implementarse en materia laboral parece que se jugará la madre de las batallas. Quizás porque se trata de una transformación central que toca todas las aristas de la sociedad y compromete no solo a empleadores y trabajadores sino que alcanza la cobertura social y conforma el esqueleto de la organización del trabajo.

Lejos de cualquier consideración ideológica, la reforma debe ponerse en marcha con un criterio republicano y apelando con madurez cívica al más amplio consenso posible, asumiendo que hay una realidad inexorable que requiere un cuadro normativo acorde, que no puede ser el mismo que rige desde hace 70 años. La forma de trabajar, de vivir y de consumir cambió y eso debe estar resguardado legalmente.

No se puede soslayar que la misma denominación de reforma laboral en Argentina es sinónimo de intentos repetidos por avasallar derechos y mostrar a la sociedad cuán corrupta puede ser la dirigencia cuando se empeña en defender los intereses que no son los legítimos de un pueblo. En la memoria colectiva aún están presentes los escándalos que se generaron cuando se intentaron reformas de este tipo. Pero esto no puede inhabilitar el debate y mucho menos una tarea que resulta imprescindible para pensar un marco regulatorio adecuado a las actuales condiciones del trabajo afectado por costos altísimos. Los mismos sindicatos deberían estar exigiendo la reforma, si es que su preocupación son los trabajadores. Porque hoy son infinitas las actividades que no están encuadradas en el marco normativo actual, hay trabajos que no son reconocidos como tales y a pesar de los históricos y legítimos derechos ganados por los trabajadores la precariedad laboral es moneda corriente y esto también deja al trabajador en condiciones de marcada indefensión.

Es tiempo de sincerar realidades. Y de dejar de lado la demagogia y los intereses sectoriales, de poder y de caja, que ostentan los sindicatos sobre la base de una afiliación compulsiva que no siempre redunda en beneficios reales para los trabajadores.

En las actuales condiciones es inviable la generación de los empleos que el país necesita para poner en marcha la rueda productiva. El problema es mucho más complejo que pensar en un blanqueo o flexibilizar algunas cuestiones como el pago de indemnizaciones y la readecuación de jornadas laborales.

Este debate no implica anular lo que ha conseguido en materia de derechos laborales y han significado conquistas históricas sino lograr nuevas conquistas que mejoren las condiciones de hoy, para el trabajador y para que el dador de trabajo pueda seguir cumpliendo este vital rol. Porque si no hay patronal, no hay trabajador que defender. Esta premisa debieran tener por delante los dirigentes gremiales. No por ello debe ser una reforma solo a la medida de empleadores poderosos que imponen fuerte presión ante los gobiernos para lograr cambios funcionales a sus intereses y economías. Tal vez haya que pensar una transformación que atienda las situaciones de aquellos trabajos que ya no existen; la realidad de empresas que han dejado de ser rentables porque lo que ofrecen ya no es requerido por la sociedad (y eso no es culpa del gobierno de turno sino que es un cambio de paradigma social) y deben reconvertirse. Una reforma que avance en el reconocimiento de nuevos empleos, que contemple los aspectos formativos que posibiliten la capacitación de los trabajadores para enfrentarse a un mercado cada vez más competitivo.

Tal vez sea un cambio que se deba enfrentar con todo el peso del capital electoral que consiga quien gane las próximas elecciones. Pero también una tarea en la que deberán comprometerse quienes conformen las fuerzas políticas de la oposición y la dirigencia sindical en su conjunto. Un cambio con la mirada puesta sobre aquellos países que ya han encarado estas reformas. En la geografía cercana hay ejemplos. 

No tenemos que hacer la reforma porque estamos en crisis, ni porque lo pide el FBI, ni para favorecer a los empresarios; tenemos que hacerla porque sin ella, por omisión, dejaremos de proteger el empleo. Al empleo todo: al empleador y al empleado. Todos necesitan un marco legal acorde a la realidad del Siglo XXI, que lamentablemente, lleva implícita la desaparición de varios oficios y servicios. Nos guste o no; de hecho ni pensamos que cuando priorizamos nuestra comodidad y recurrimos a compras y otras actividades digitales estamos desestimando la atención personalizada de un empleado.

Las reformas que ocuparán la agenda no deben estar a uno u otro lado de la grieta. Deben gestarse en el centro. Allí donde surgen los acuerdos, utilizando como brújula el criterio de justicia, ese que no avasalla ningún derecho y que por el contrario suma conquistas para dotar al país de un marco normativo adecuado para crecer y posicionarse de modo competitivo otra vez en el mundo. Sin ello, el futuro es inviable.


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