Editorial

Los argentinos y la ley


En la Argentina, la ley no funciona porque no hay un concepto incorporado de la legalidad. Los argentinos somos reconocidos en el mundo por la constante transgresión a las normas. No hay una cultura del esfuerzo o del trabajo sino del exitismo. Así, los exitosos aquí lo son a través del dinero; éste es un ídolo en sí mismo, y su reproducción, un valor social. Existen países donde hay un fuerte rechazo a la clase política, pero el respeto a la ley es atávico. Hacer algo contra aquélla está muy mal visto. En nuestro país, donde a algunos políticos se los ha llegado a idolatrar, no existe ningún problema si se transgrede la ley. El argentino, a diferencia de los americanos del norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Eso puede atribuirse a las circunstancias de que en este país los gobiernos han sido, en la mayor parte de los casos, pésimos y al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción.

Lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano.

Una encuesta sobre cultura institucional de 2014 muestra que una gran porción valora la Constitución y aspira a un cumplimiento más estricto de la ley. Pero una parte similar de encuestados  confiesa no haber leído nunca la Constitución y declara estar dispuesta, si cree tener razón, a no cumplir con la ley.

¿Por qué ocurre esto? ¿Desde cuándo? Descartemos las explicaciones simplistas. No se trata ni del “ser nacional”, ni del ADN, ni de los contrabandistas porteños del Siglo XVII. Hay que partir de 1853 y el comienzo de la organización del Estado. Desde entonces la Argentina tuvo un sólido desarrollo institucional y judicial, de impronta liberal, y un Estado fuerte y decidido a hacer respetar la ley. Pero tempranamente, el mismo Estado fue propenso a conceder franquicias y prebendas sectoriales, que a menudo requerían una interpretación elástica, prácticamente a medida, de la ley. Desde mediados del Siglo XX el Estado institucional se debilitó -los golpes militares fueron un factor importante- y aquella zona gris y elástica se expandió, hasta llegar a las formas de corrupción hoy conocidas.

Por otra parte la tradición liberal, no tan sólida como en el mundo anglosajón, fue desafiada por otra de signo nacionalista, católico y populista, por entonces en auge en el mundo. El “gobierno de la ley” se fue subordinando a la “voluntad del pueblo”, expresada directa e inorgánicamente. Usualmente -como lo explicó Gustave Le Bon a fines del Siglo XIX- esta voluntad es voluble, emocional, intolerante y facciosa. Con su respaldo, los dirigentes populistas y los dictadores hicieron de la ley la variable de ajuste para manipular las instituciones: “Salvo la ley de la gravedad, todo se arregla”.

Con el gobierno de Raúl Alfonsín se inició una original conjunción de la democracia con los principios liberales y republicanos del gobierno de la ley y el Estado de Derecho. Pero fue un interludio, una tregua, y pronto volvimos a la antigua senda. De este breve ciclo quedó algo que todavía se mantiene como ideal de institucionalidad: los juicios a las Juntas, de 1985, que conjugaron el fundamento ético con criterios jurídicos impecables.

Pero el problema de los militares represores quedó abierto y los criterios de 1985 se esfumaron ante la sucesión de medidas contradictorias, reveladoras de una querella no resuelta: la obediencia debida, la amnistía y finalmente la reapertura de los juicios en 2004. Por entonces, la “voz del pueblo” era expresada -según un amplio consenso- por las organizaciones de derechos humanos, que se inclinaron hacia la retaliación y la venganza, primero con los escraches y luego a través de los juicios. La jurisprudencia sobre delitos de lesa humanidad, independientemente de lo que dice su letra, robusteció la idea de que hay casos excepcionales, en los que la Justicia debe ser maleable y debe acercarse al sentimiento o a la creencia de las mayorías. Por esta combinación de factores los juicios de lesa humanidad, que podrían haber vuelto a reunir la justicia con los principios, derivaron en la aplicación del célebre “al enemigo, ni justicia”.

Es hora de pensar al unísono, sin exagerados lamentos ni exhortaciones vaciadas de contenido, cómo revertir el inveterado hábito argentino de violentar las normas establecidas según los sanos principios de la Constitución nacional.

En su famosa teoría de la dominación, Max Weber colocaba al Estado como principal y primer interesado, con propósitos políticos y fiscales, en la consolidación de la seguridad jurídica, en su carácter de beneficiario del recurso de la ley. Tal conclusión tiene, sin embargo, entre nosotros su demostración inversa, pues el Estado ha pasado a ser uno de los principales factores de la inseguridad jurídica, que daña al conjunto.

No puede sorprender que si el Estado está lejos de comportarse con ejemplaridad, los ciudadanos tiendan a sentirse relevados del cumplimiento estricto de las normas que aquel dicta. A veces, aquella responsabilidad recae en el Poder Legislativo a raíz de la sanción de leyes harto discutibles o por la negación a desaforar a diputados o senadores implicados en actos de corrupción escandalosa. O por dilatar la sanción de normas de suma urgencia para la vida diaria.

El Poder Ejecutivo hace también a menudo aportes nefastos, entre los que figuran los manoseados Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU) y las reglamentaciones defectuosas, que conspiran contra el recto acatamiento de las leyes. Mientras tanto, no pocos integrantes del Poder Judicial se suman a ese cuadro, con jueces proclives a rendirse ante el soborno e incapaces de conservar la dignidad e independencia de sus investiduras ante el menor apremio de un gobierno fuerte y abusivo.

Uno de los mayores pecados de nuestro Estado en relación con las normas es el fenómeno de la inflación, consistente en el incumplimiento de la ley de la moneda, fuente atroz de inseguridad jurídica. A esto se agrega ahora la flagrante inseguridad física de los habitantes, librados a su suerte por una porción de la sociedad renuente a que se aplique con severidad la ley penal a los delincuentes. Además, el Estado se erige en uno de los principales incumplidores de leyes laborales y previsionales.

Para cambiar de verdad al país se requiere un soplo comprensivo que comience por las franjas dirigentes y aleccione sobre todo lo que importa legislar con sabiduría, interpretar en la Justicia la ley con rectitud y administrar con ecuanimidad dentro de los carriles de la Constitución nacional. Se trata de una empresa ardua, pero decisiva para promover en paz un cambio en las mentes, actitudes y conductas del resto de los ciudadanos.

Urge esa transformación a fin de dejar a las nuevas generaciones un país diferente del actual.


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