Editorial

Más que liberalismo, sentido común


Si el primer precepto del Consenso de Washington (factor inspirador del denostado neoliberalismo) es el equilibrio de las cuentas públicas, el primero del populismo consiste en gastar más de lo que el país genuinamente produce con fines clientelísticos, o sea, tener déficit para financiar asistencialismo, que no es lo mismo que asistencia social.

Así, cualquier medida que tienda a buscar el equilibrio de las cuentas públicas, sea devaluación, suba de tarifas, reducción de gastos, privatizaciones o racionalización administrativa es política neoliberal en estado puro y visto como algo perversamente pergeñado para favorecer a unos pocos y perjudicar al pueblo. Sin embargo, hasta en el hogar más populista se aplica el principio del equilibrio de las cuentas: no gastar lo que no se tiene y endeudarse solo con fines de producción o capitalización. Pero en esta Argentina, hasta las reglas más elementales, necesarias y probas son quebradas alegremente.

Analizando la experiencia del ciclo argentino que se recuerda como el más neoliberal, en el gobierno de Menem, cuando se realizaron reformas de corte modernizador y pro-mercado que lucían en las antípodas del populismo, al mismo tiempo se estaba violando el sagrado principio del equilibrio. Al estimular el consumo por encima del ingreso genuino, se contentaba a los votantes a costa de engendrar un elevadísimo déficit fiscal. Como no se podía emitir por la vigencia del uno a uno con el dólar, el único camino era financiar ese déficit con deuda externa, la que iba a ser transitoria hasta que las nuevas inversiones hicieran crecer la producción global y equilibrar las cuentas.

A diferencia de lo que sucedió en el ciclo Macri, en los 90 las inversiones llegaron a raudales. Implicaron una gran transformación que mejoró sustancialmente la infraestructura vial, la energética, las comunicaciones y el sistema portuario. A pesar de su magnitud, fueron insuficientes para balancear las cuentas. A tal punto había crecido el déficit. Así que, la pretendida financiación transitoria se tornó crónica e inmanejable. Al agotarse los préstamos se produjo una crisis de tal magnitud que se llevó de arrastre aquellas reformas y cerca de la tercera parte de los ingresos y los patrimonios de los argentinos. Fue casi un Apocalipsis. Y todo, culpa del “neoliberalismo” y no del costado populista y derrochador de aquel gobierno. Es que es muy difícil equilibrar cuentas en un país donde la concepción de gastar más de lo que se produce está tan arraigada en el subconsciente colectivo, que percibe a ese exceso de gasto como un acto de astucia, como si ese plus lo estuviera “pagando otro”.

Ante cualquier atisbo de aumento de la producción, el consumo social se las ingenia para crecer de manera exponencial a ese aumento. Ejemplo: en aquella década de los ‘90 se produjo un importantísimo incremento de la producción agropecuaria (aun con precios internacionales deprimidos) como consecuencia de la eliminación de las retenciones a los granos y de la estabilidad de precios. Pero ese crecimiento de la producción tuvo su correlato en un aumento aun mayor del consumo social. Siempre el consumo va dos escalones arriba de la producción.

Otro caso contrastante se produjo entre la Argentina y Chile durante los años de mayor bonanza que conociera América Latina, a comienzo de este Siglo XXI. Paradójicamente, un gobierno socialista presidido por Michelle Bachelet creó en 2007 en Chile un fondo anticíclico que llegó a reunir 23.000 millones de dólares como previsión para los años de vacas flacas. En la Argentina, en cambio, se usaron esos mayores ingresos para fogonear al máximo el consumo social. A pesar de ese esfuerzo de ahorro, Chile continuó reduciendo la pobreza, mientras nosotros, gastando a mano suelta y boicoteando la inversión, no logramos bajarla un ápice. Es que la inversión es el verdadero antídoto a la pobreza, no el asistencialismo. Un empleo genuino generado en el sector privado por inversión productiva, al mismo tiempo disminuye la pobreza, promueve el acceso a la salud y la educación y aumenta la recaudación del Estado. Pero si en vez de buscar esa solución, el Gobierno la desalienta, realmente es como estar a bordo de una calesita que gira sin solución de continuidad, montados siempre sobre los mismos problemas.

Es verdad que hay naciones que tienen prolongados períodos de déficit, pero suelen tener condiciones para financiarlos. Algo bien distinto es vivir en déficit permanente como la Argentina y padecer cada dos por tres estrecheces que derivan en crisis recurrentes.

Una vez más el país está atrapado en una coyuntura diabólica: los gastos superan ampliamente la producción y eso requiere un importante -e insostenible- caudal de financiamiento externo del orden de 40.000 millones de dólares al año. A diferencia de los 90, las inversiones externas en gran escala no llegaron. Son los vapuleados empresarios argentinos estuvieron invirtiendo (acorde con sus limitadas posibilidades y la descapitalización sufrida luego de tantos años de políticas contrarias a la inversión) y permitieron un crecimiento moderado de la economía, insuficiente aun para equilibrar las cuentas. Esa leve tendencia se cortó en 2018. Desde entonces a esta parte, todo ha ido en declive.

La dicotomía es simple y también puede asemejarse a lo doméstico. Si en casa entramos en déficit, los caminos posibles para salir son dos: o se disminuye el consumo hogareño o los integrantes trabajan más para incrementar los ingresos. Hay otras, pero con efectos no deseados, como vender patrimonio para destinar al gasto corriente. A nivel macroeconómico también se presentan dos opciones como las más aceptables: aumentar sustancialmente la producción o reducir de manera drástica el consumo. Aumentar la producción es la única salida política, social y humanamente tolerable para la sufrida sociedad argentina. Reducir el consumo, con los ya escalofriantes niveles de pobreza, condenaría al país a estadios colectivos desconocidos e imprevisibles, aun cuando esta alternativa no debería descartarse si fracasara (como pareciera) la vía de motorizar la inversión y se agotara nuestra capacidad de endeudamiento.

Para atraer a la gran inversión tiene que haber rentabilidad. Un factor clave para la rentabilidad en cualquier modelo productivo es el régimen impositivo. Y el argentino es abusivo y regresivo. El carácter abusivo es difícil de modificar, dado que el gasto público estructural exige ese nivel de impuestos para que el Estado pueda pagar sueldos, jubilaciones y subsidios. En consecuencia, resulta impensable que una coyuntura como esta pueda destrabarse sin un gran acuerdo nacional.

¿Podremos algún día dejar de vivir con déficit crónico y dejar de padecer sus consecuencias? Para eso es fundamental que ese sector tan importante de la sociedad que rechaza todo lo que considera neoliberal entienda y acepte que se trata de medidas de racionalidad, de puro sentido común. Desmitificar el populismo y sus mañas es fundamental, ya que su discurso hipócrita se adapta a cualquier cosa. Hasta para impugnar en un futuro la devolución de la deuda contraída en estos años como consecuencia precisamente del despilfarro populista bajo el argumento de “¿cómo se va a pagar una deuda que se tomó -y se prestó- irresponsablemente para sufragar sueldos, pensiones y subsidios?”,

Alguien debe realizar esta tarea pedagógica. Sin ella, cualquier esfuerzo con las mejores intenciones significará remar contra la corriente.


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