Editorial

Nacer de nuevo


Fechas de origen religioso, como la Navidad, mueven a la reflexión personal, tanto en quienes profesan la fe cristiana, como a la mayor parte de los argentinos que, por omisión o por creencia, están alejados de las devociones. Vale decir que interpretar la Navidad solo como un hecho religioso, o meramente histórico, no exime de reconocer que el momento resulta oportuno para meditar sobre el año que fenece y sobre el nacimiento simbólico de la vida nueva que significa que esta fecha.

Las resonancias interiores que produce en cada uno de nosotros la celebración de la Navidad están íntimamente ligadas a nuestra concreta situación existencial.

Para algunos, la Navidad será, una vez más, la fecha en que se despliega un inacabable abanico de posibilidades gastronómicas, que el comercio y la publicidad se ocupan de promocionar con singular afán, especialmente en estos momentos de recesión, en que prácticamente se debe impulsar al consumidor; lo mismo que con los regalos que esta noche estarán al pie de un clásico pino europeo, tan poco afín a nuestra pampa húmeda.

Para otros, en cambio, que han perdido su empleo durante este año, la Navidad adquirirá contornos de angustia, porque las conclusiones de su meditación personal los conducirán a sentirse impotentes ante las tensiones publicitarias que lo incitan a ir por aquello que se ofrece y no pueden. Sin duda, un íntimo sentimiento de rebeldía anidará en su espíritu. La misma sensación vivirá el subocupado, changarín, que depende para sus ingresos justamente de muchos que han perdido su trabajo, y en consecuencia, sus ingresos.

Pero el hombre, ser social al fin, no vive solo de pasiones personales sino que lo alcanzan las pasiones colectivas. Si pierde su empleo, es un drama individual pero si ello ocurre porque quiebra una empresa, el caso se inscribe en el drama colectivo.

En este sentido, los argentinos, más que una Navidad con el significado de vida nueva y esperanza que conlleva, estamos atravesando una larga y agónica Pasión, un interminable camino de espinas y padecimientos como el emprendido por Jesucristo, 33 años más tarde de haber nacido.

Mirando a nuestro pasado cercano, vemos que venimos arrastrando una inflación que está pulverizando todo tipo de proyección a futuro.

Nadie es capaz de prever lo que puede suceder al día siguiente, ni con los precios, ni con el trabajo, ni con la posición del país de cara al mundo.

Las esperanzas se han esfumado para la mayoría y el futuro se presenta endeble.

Cierto es que un nuevo gobierno siempre genera expectativas, pero también puede llevar a falsas ilusiones. Como creer que sin los sacrificios y convalecencias que requiere el saneamiento de una economía sumamente enferma, putrefacta podríamos decir, podemos lograr estar mejor y tener las certezas que nos faltan. Por estas horas estamos internalizando que no es magia ni es un presidente, per sé, el que puede ponernos en otro lugar. Son las acciones de todos y la perseverancia de ellas en el tiempo, un proceso que las más de las veces necesita de más de los cuatro años que dura un mandato en nuestro país.

La lectura de la realidad permite también eslabonar una explicación causal de nuestros males, encontrándose, según las épocas, diferentes chivos expiatorios de nuestras responsabilidades. ¿Quién se anima hoy, en esta Nochebuena, a asumir la parte de la responsabilidad que le cabe? Sin duda, no todos hemos cometido los mismos pecados sociales, la envergadura va de la mano del rol que cada uno cumple en el entramado, pero todos tenemos un compromiso que cumplir y no siempre lo hacemos, además de consentir que otros no lo hagan. Como no emitir una factura ni tampoco exigirla, favoreciendo la evasión.

¿Hemos vivido de acuerdo a nuestra capacidad de trabajo? ¿Nos preocupamos en cada uno de nuestros actos por el futuro, pensando en el país que dejamos a las próximas generaciones? ¿Hemos sido lo suficientemente solidarios sin caer en las fórmulas de la caridad demagógica?

El reconocimiento íntimo de la responsabilidad que nos cabe, antes de expiarnos en demasiado liberalismo o demasiado populismo, es menester para renacer definitivamente como nación. Sin un cambio de actitud, que empieza con un mea culpa, poco veremos de distinto en la sociedad gobierne quien nos gobierne.

Este gesto será el principio del nacimiento de la nueva vida que esta noche, entre tanta comida y regalos, celebramos, al fin, creyentes y no creyentes.

Para que cambie un país hay que empezar por el metro cuadrado que ocupamos. Seamos honestos: hagamos nuestra parte y no consintamos que otros no hagan la suya. A este país, literalmente, hay que hacerlo nacer de nuevo. Y cada Navidad nos viene a recordar que es posible.


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