Editorial

No buscar culpas hacia atrás, solo tratar de hacer mejor las cosas


Dos o tres años es el tiempo que podrían llevar las labores de restauración de la catedral de Notre Dame de París. Lo primero será decidir qué criterio aplicar, si seguir el modelo medieval, el romántico de Viollet le Duc -que dirigió la remodelación de 1859- o aplicar los conocimientos contemporáneos.

Para el experto internacional de nacionalidad española José Luis Corral, “lo lógico sería aplicar los conocimientos del Siglo XXI, introducir materiales ignífugos, que no se dilaten con los cambios térmicos y que supongan un menor peso para la estructura, pensar en que viva más años.

Una vez resuelto ese debate, los trabajos pueden durar dos o tres años, empezando por consolidar la estructura actual. Las torres que hacen de contrafuerte afortunadamente se han salvado pero las bóvedas, la cubierta y la aguja hay que rehacerlas enteras.

El uso del agua para apagar el incendio es uno de los posibles errores en el afán de mitigar el incendio, ya que su peso pudo haber contribuido a derribar la bóveda. ¿Qué se debió hacer entonces? ¿Dejar que las llamas avanzaran? Así se hizo cuando ardió la Catedral de León (España) en 1966: cuando el fuego se apagó, las bóvedas estaban intactas y ello simplificó enormemente la recuperación del esplendor del edificio. Además, la caída de la bóveda de Notre Dame ha supuesto la destrucción de lo que encontró a su paso: el órgano, el coro, la sillería, parte de los vitreaux.

Por otro lado, el templo es depósito de la cultura francesa, ya que alberga cuadros, esculturas y reliquias de enorme valor que afortunadamente han podido salvaguardarse.

Cada catástrofe –y ésta lo es aun sin contarse víctimas- amerita una reflexión sobre la importancia de la prevención y el cuidado del patrimonio. Sin dejar de tener en cuenta que incluso con todas las previsiones hechas, siempre hay un margen para la fatalidad, para el error involuntario, para la falla humana. Cuando suceden estos hechos que tocan al patrimonio de todos, el lamento es generalizado. Esta vez fue a nivel mundial, pero sucede en todas las escalas. Entonces, después de los lamentos aparecen los reclamos, también generalizados, de si las instalaciones eléctricas estaban bien, si los había controles de seguridad, si la propiedad estaba vigilada, si las salidas de emergencias estaban y correctamente señalizadas.

Claro que hasta ese momento nadie se había detenido a pensar en estas cosas. Todos cuidamos muy bien “nuestro” coche, “nuestra” casa, pero parece que los monumentos y edificios públicos no son tan nuestros hasta que sucede la catástrofe. Hasta ese momento no solo les destinamos muy poco dinero desde las políticas de Estado sino que como sociedad nos quejamos si precisamente un gobierno decide incrementar las partidas en este sentido. Tampoco desde el uso físico que hacemos como pueblo tenemos los cuidados y el respeto necesarios, esos que sí tenemos para con lo “nuestro”. Ojo, que no es solo la sociedad: el Estado mismo muestra desidia sobre el patrimonio público y ejerce una muy baja exigencia sobre su mantenimiento. ¿Cómo se explica si no que con iguales dotaciones de personal para limpieza y mantenimiento, un edificio privado luce espléndido y uno público está en pésimas condiciones? Miremos por caso el hermoso edificio del Colegio Nacional, totalmente derruido, y comparémoslo con cualquier escuela privada. ¿Qué pasa ahí? ¿Dónde está la falla? Porque a los dos inmuebles los habitan, limpian y mantienen seres humanos. Sin embargo, el resultado no es el mismo, como salta a la vista.

Tampoco el Estado utiliza la misma vara en lo que a los espacios de concurrencia se refiere. Así vemos a que los privados se los persigue hasta el hostigamiento con normas de seguridad e higiene que obligan a ingentes inversiones para dotar a los edificios de salidas de emergencia, instalación de matafuegos o nichos hidrantes, materiales específicos para la construcción, señalética y todo lo que hace a la seguridad de los concurrentes. Sin embargo, no aplica para los inmuebles públicos a los que, encima, no es una opción concurrir sino que todos en algún momento debemos ir y estamos a merced de la buena suerte en caso de una fatalidad: tal el caso en nuestra ciudad del Registro Civil, Edificio Azul, de Correos, escuelas varias.

Por eso, cuando pasa algo en estos espacios públicos, tras el lamento viene la queja y la búsqueda de responsables. Si vamos a hilar fino, responsables somos todos, porque todos somos dueños de estos espacios y por su utilidad o riqueza patrimonial, debemos ocuparnos siempre, tanto de cuidarlos como de ver que las autoridades de turno los cuiden. Pero también debemos tener en cuenta, como decíamos más arriba, que cuando algo trágico sucede no siempre hay un culpable para sindicar: a veces es la fatalidad, un error humano y para ello no hay prevención que cuente. Nos pasó en nuestra ciudad, cuando en 2009 se incendió el Museo y Archivo Histórico Municipal. Se perdieron meses y energía buscando responsables, viendo qué se había hecho mal para que se iniciase el incendio, elucubrando sobre si alguien lo había hecho de manera intencional. Las más de las veces las tragedias comienzan con errores involuntarios y allí no hay culpables. Pero lo que dejan en evidencia estos hechos es que hay cosas que se pueden hacer de una mejor manera y eso es lo que corresponde tras pasar el debido luto: reconstruir y hacer que todo sea mejor que antes.

En esto, los países desarrollados y con unos siglos más de vida que el nuestro, también nos enseñan: sin perder ni un minuto, el presidente francés Macrón habló públicamente y no se dedicó a mirar hacia atrás ni a buscar culpables sino que puso la vista hacia adelante, hacia restaurar Notre Dame, de inconmensurable valor cultural pero también una valiosa fuente de ingresos para el distrito parisino. Y encolumnados atrás de este plan, toda la sociedad se volcó en la misma dirección y ya los fondos recaudados de donaciones voluntarias de empresas y particulares superan incluso los necesarios para la obra.

Así se avanza en esta vida, mirando siempre para adelante. Hacia atrás solamente para hacer las cosas mejor que antes.


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