Editorial

No todo es la economía, hablemos de inseguridad


La inflación, el costo de vida, la pérdida del poder adquisitivo, la caída de la actividad industrial y del empleo, en fin la crisis económica que atraviesa a la Argentina, parece devorarse todo lo demás.

Es el síndrome de la heladera vacía, que sugiere que mientras un jefe/a de hogar no pueda lograr los productos básicos para satisfacer las necesidades alimentarias de la familia, todo lo demás parece secundario. Y si bien ese sentimiento es el que predomina, a la par no hay que dejar de hablar del otro flagelo que, junto a la situación económica, encabeza el ranking de preocupaciones en el país: la inseguridad.

Hace años que se viene hablando de inseguridad como un fenómeno que atraviesa dolorosamente a la sociedad argentina. En otros tiempos había ladrones de poca monta, mecheras y de ahí se saltaba casi sin escalas a las bandas organizadas que asaltaban camiones o robaban en empresas, negocios o bancos. Es más: las personas de mal vivir eran conocidas como tales en la sociedad y hasta se les tenía cierto respeto, porque por sus “códigos” no robaban a los conocidos.

Así se vivía, casi sin temores a ser víctima de un robo y mucho menos de un asalto a mano armada. Los hechos delictivos existían pero en una escala muy inferior. En las comisarías los calabozos los llenaban los levantadores de la quiñiela clandestina y los ladronzuelos de ocasión.

Pero todo fue cambiando para peor, al punto de tener hoy un problema instalado con raíces profundas, a las cuales se hace difícil destruir.

Generaciones muy poco adeptas a lograr el sustento con el sudor de la frente; chicos que cayeron en el flagelo de las drogas y necesitan dinero para seguir consumiendo; pésimos ejemplos que abundan sobre cómo conseguir dinero rápidamente y sin mucho esfuerzo; padres desocupados que no pudieron mostrarles el ejemplo del trabajo a sus hijos; un exacerbado asistencialismo social en muchos casos para fomentar clientelismo político; todo eso sumado a leyes demasiados flexibles y una fuerza policial y funcionarios judiciales corrompidos, entre otras causas, hicieron una bola gigante que hoy aparece como un monstruo imposible de voltear.

Son muchos los esfuerzos pero no hay aún en el país un plan integral para atacar el flagelo. Porque así como el problema se fue generando por múltiples causas y durante muchos años, también es necesario atacarlo desde muchos blancos y, además, sostenerlo en el tiempo.

Hoy se muestra como posible solución la saturación de las calles con móviles y efectivos que van egresando de las escuelas de Policía. Es cierto que esa situación morigera la sensación de inseguridad porque el ciudadano que ve patrulleros al menos se siente protegido. Y aunque muy bienvenidos son los móviles y el nuevo personal policial, esa medida dista mucho de ser la solución a un problema multicausal.

Las leyes penales son demasiados permisivas; los encargados de aplicarlas no siempre actúan con sentido común; los buenos policías suelen encontrarse con el desaliento que provoca jugarse la vida para detener a un sujeto que inmediatamente queda libre; la inclusión al circuito formal del trabajo está en franca caída por la situación económica del país; los cupos carcelarios siguen siendo insuficientes; el narcotráfico sigue penetrando en todos los estratos sociales y fomenta la delincuencia, es decir que hay muchos cabos sueltos como para pensar que atacando a la inseguridad solo con más patrulleros y policías se habrá hallado el fin del problema.

Esto es aplicable a todo el país y en lo que respecta a nuestra ciudad, la inseguridad sigue latente y eso amerita que la comunidad esté mentalizada de que la situación sigue es delicada, que los delincuentes pueden sorprender a cualquiera, en cualquier momento y lugar.

Aquí con cierta periodicidad ocurren hechos que calan muy hondo en la intimidad de una ciudad como la nuestra, que ya no se resiste a creer que los hechos graves sean moneda corriente.

Si bien hay lapsos en los que no se registran hechos graves a gran escala, nadie puede garantizar que de la noche a la mañana no aparezcan situaciones que sacudan la sensibilidad de la comunidad. De hecho eso es lo que viene sucediendo desde hace un buen tiempo, con momentos de gran efervescencia y otros de relativa calma, pero nunca faltan los hechos que hacen recrudecer la certeza -y no la sensación- de que se viven tiempos difíciles en materia de seguridad.

A diario se cometen delitos que podrían denominarse comunes, como los clásicos “escruches”, el arrebato de una cartera, la sustracción de elementos de un vehículo, el robo de motos, bicicletas, celulares,etcétera. Pero cada tanto suelen rebrotar hechos graves, que ponen en serio riesgo la integridad física de personas inocentes y suelen perjudicar patrimonialmente a gran escala a familias o firmas comerciales. Son los asaltos a mano armada y los atracos de domicilios, donde la violencia es el común denominador, además del robo de importantes valores.

La realidad indica que hay una franja de nuestra sociedad que adoptó esa forma de vivir, que es al margen de la ley, y mientras algunos delincuentes tratan de hurtar o robar causando solamente un perjuicio material, hay otros a los que parece no importarles nada la vida de sus víctimas. Esos son los casos sobre los que más énfasis hay que poner para evitarlos.

Tomar medidas para protegerse y aconsejar en ese sentido a los semejantes puede ser una medida efectiva para contrarrestar el accionar delictivo, pero la solución real pasa por otros carriles y hay que exigir que los responsables de dar las respuestas se pongan a la altura de las circunstancias.

Una ciudad como Pergamino, que no tiene un alto índice criminal como las grandes urbes pero padece cada vez más los coletazos de la delincuencia, no se puede dar el lujo de relajarse en la búsqueda de soluciones, para no pasar a ser un lugar aun más inseguro.


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