Editorial

Políticos: naturaleza humana en su máxima expresión


En momentos como los presentes, en que la política está tan cuestionada, quizás pueda venir bien hablar de ella sin defenderla o criticarla sino mostrándola tal cual es, según la han descripto los grandes analistas del poder político como, entre otros, Nicolás Maquiavelo, Max Weber, José Ortega y Gasset, Napoleón e incluso Perón en su mejor libro: “Conducción política”. Son todos análisis descarnados, difíciles de aceptar por el hombre común que solo aspira del político que le mejore la vida y ve cómo casi siempre se la desmejora. Pero de nada sirve criticar lo que no se entiende. Sinteticemos entonces algunas ideas clave acerca del poder político para entender y, a partir de ello, saber qué esperar de un político. También servirá para comprender por qué es tan difícil para los “outsiders” entrar en este mundo y lograr cambios, razón por la cual terminan de-salentados ellos y nosotros nuevamente a merced de los políticos.

Sépalo estimado lector: la principal meta de la persona con vocación de político no es el bienestar del pueblo, aunque puede quererlo. Tampoco lo es el poder por el poder mismo, aunque nunca deja de quererlo. Su meta central es lograr la grandeza a través de la ambición de confundir su persona con el todo que gobierna. Para el político la grandeza personal y la colectiva son lo mismo, no puede distinguir una de otra, por eso le cuesta tanto desprenderse del poder.

Algunos, muy pocos, logran la meta del político en su mejor sentido: en Mandela o De Gaulle, por ejemplo, la grandeza personal y la grandeza de su patria se confunden en una sola cosa. Pero son casos excepcionales, porque la política bien ejecutada es algo excepcional. Ya que los territorios del poder político son también los lugares donde el mal se puede desempeñar mejor que en cualquier otro ámbito.

Hay momentos, como el presente, en que la globalización y sus agentes privados parecieran conducir al mundo en lugar de los políticos, que devienen en figurones impotentes. Pero así y todo, el mundo no puede avanzar sin conducción política. Sin política no hay humanidad, aunque la política puede también destruir a la humanidad. ¡Qué triste axioma!

Ocurre que la política es el lugar donde el crimen, la corrupción y la mentira se pueden cometer con mucho menos riesgo que en las actividades propiamente delictivas, porque el sistema institucional protege al político, al bueno y al malo. La política le puede dar una pátina de prestigio al delincuente.

El cura puede hablar con Dios, el artista con el espíritu, el héroe o el prócer pueden hasta ser impolutos, pero el único que puede y debe hablar con el demonio -por necesidades de su profesión- es el político, porque el político tiene que negociar con todo lo humano, incluido el diablo, que también existe en el alma. El buen político es el que hace esa negociación sin convertirse en el diablo, sin dejarse cooptar por quien con toda seguridad lo intentará. Y esa tarea de la cual ningún político, ni el mejor, puede prescindir, es muy difícil que lo comprenda el hombre común que simplemente odia al político cuando lo perjudica y lo ama cuando lo convence de estar conduciéndolo a la tierra prometida.

Ojo, cuando hablamos de políticos no nos referimos a gestores públicos o politólogos ni siquiera necesariamente a legisladores o ministros aunque vivan de la política. Solo son políticos los que saben manejar el poder y se mueven dentro de su lógica. El “arquetipo” del político en los términos filosóficos planteados aquí es quien en la jerga es conocido como “operador”, a veces es conocido, pero generalmente está en un segundo plano.

La política es la actividad que más relación tiene con el mal y con el bien, porque puede hacer las peores y las mejores cosas. Es la naturaleza humana en su máxima expresión, el territorio donde más fácilmente los hombres que lo pisan encuentran la salvación o el castigo eternos. Es tan peligrosa como fascinante.

Bien hecha, produce el bien de la polis, de la ciudad, de la comunidad. Aunque nunca los políticos se parecen a los santos, ni aun los mejores, porque para eso mejor es predicar la religión -o la revolución- donde más fácilmente uno se puede encontrar con la santidad. En política hay que lidiar con la naturaleza humana tal cual es, entonces más que pretender cambiarla -como el religioso o el revolucionario- el político debe intentar conducirla.

La personalidad del político, en la inmensa mayoría de los casos, es como una pantalla de cine: brillante y superficial. El político suele ser a la vez muy inteligente pero poco profundo. Porque eso es lo que necesita. Pueden incluso ganarle la discusión a un hombre profundo en lo que éste se especializa, porque así como carece de profundidad al político le sobra brillo para fascinar, para hipnotizar, para encandilar. Incluso para hacerse seguir por los hombres profundos, que no están exentos de caer en sus redes.

Al político no se le requiere profundidad ni escrupulosidad plena para cumplir bien su actividad. Mejor es que tenga audacia, decisión y firmeza. La política se mueve en territorios pecaminosos pero tiene algo de los terrenos sagrados.

José Ortega y Gasset, el filósofo español que más objetivamente intentó definir al político, llega a esta disyuntiva: una política es clara cuando su definición no lo es. Sostiene que “hay que decidirse por una de esas dos tareas incompatibles: o se viene al mundo para hacer política o se viene al mundo para hacer definiciones. La definición es la idea clara, estricta, sin contradicciones, pero los actos que inspira son confusos, imposibles, contradictorios. La política en cambio, es clara en lo que hace, en lo que logra, y es contradictoria cuando se la define”.

O sea, lo que los hombres comunes solemos criticar como lo malo de la política, lo de hacer lo opuesto a lo que se dice, para Ortega es una peculiaridad inevitable del político. Y es aun más provocativo cuando dice que “lo importante para el político son los actos”: “Cuando miente, en rigor no miente, porque no está adscripto íntimamente a nada determinado. Las palabras, y dentro de ellas las ideas, son para él tan solo instrumentos”.

Todos estos criterios que son propios de la real naturaleza de la política, cuando caen en mano de aventureros disfrazados de políticos, pueden ser terribles armas para hacer el mal porque simulando actuar para la sociedad se apoderan de lo que le pertenece a la sociedad o lo destruyen. El poder en sí mismo lo desean casi todos hombres, aunque muy pocos saben lidiar con el poder político. Por eso hay tantos malandras e inútiles disfrazados de políticos.

La política es una ciencia y un arte de alto nivel; alto tanto por lo mucho que se puede hacer con ella como por lo alto desde donde se puede caer en la escala de la miserabilidad humana.


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