Editorial

¿Qué tan peligroso es el glifosato?


El glifosato es el herbicida más usado en el mundo y también el más polémico. Vinculado durante muchos años a Monsanto y a los organismos modificados genéticamente, el uso (o no) del glifosato es una cuestión que va más allá de lo estrictamente científico y tiene profundas ramificaciones sociales, políticas y económicas.

En Argentina, como en la mayoría de los países, el producto está en boca de todos. Con o sin información precisa, nadie se priva de hablar del glifosato o de su marca comercial más conocida: Roundup. Pero ¿qué hay de cierto de lo que se dice del glifosato? ¿Es tan peligroso como parece?

El glifosato es el principio activo de numerosos herbicidas comerciales. Aunque ahora sabemos que fue sintetizado por primera vez en los años 50, no fue hasta 1970 cuando John E. Franz, un químico de Monsanto, descubrió sus efectos herbicidas. Con el nombre de Roundup, empezó a comercializarse en 1974.

No obstante, el éxito de Roundup llegó a partir de 1994-96 cuando la misma Monsanto empezó a comercializar plantas genéticamente modificadas inmunes al efecto del glifosato. Esto permitía utilizar intensivamente el herbicida para eliminar las malas hierbas sin afectar el cultivo principal. Evidentemente, aunque tardó unos años, el uso del producto despegó de forma brutal. Y por si fuera poco, la última patente comercial de Monsanto acabó en el año 2000, con lo que empezaron a aparecer genéricos que hicieron aún más competitivo el uso de estas sustancias.

El glifosato inhibe la ruta de biosíntesis de aminoácidos aromáticos, la ruta del shiquimato (anión del ácido shiquímico). Al ser ésta una ruta exclusiva de las plantas, prácticamente no tiene toxicidad en animales. Para que nos hagamos una idea, sustancias de uso común como la cafeína o el paracetamol tienen índices de toxicidad mayores que el glifosato.

Otra característica importante es que tiene una vida media muy corta (22 días) antes de biodegradarse en sustancias no tóxicas. Esto hace difícil que sus efectos acumulativos tengan un impacto significativo a medio-largo plazo. Aunque como es evidente, su uso intensivo tiene efectos sobre el entorno en el que se aplican, no serían propiamente tóxicos.

No obstante, es cierto que el glifosato está en la lista de productos “probablemente cancerígenos” de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Justo al lado de la carne roja o ser peluquero. Es decir, hay suficiente evidencia científica como para pensar que sea probable que la exposición al glifosato cause cáncer, aunque esa probabilidad no es muy alta según sabemos hoy en día. Al menos, no muy alta por contacto indirecto con el producto. En el peor de los casos, algunos expertos estiman que una persona debería comer por día alrededor de 16,8 kg de soja durante dos años para igualar la dosis que se ha planteado como cancerogénica. Aunque, y esto es importante, los estudios que demostraban esa relación causal con el cáncer, como en el caso del aspartamo (edulcorante no calórico), fueron retirados por tener serios problemas metodológicos. O sea, por la información de la que se dispone hasta el momento, la dosis de uso comercial, es muy complicado (por vida media y por concentración) que tenga algún efecto a largo plazo en las personas.

No obstante, parece razonable que los poderes públicos quieran evitar riesgos innecesarios a sus ciudadanos. Eso nos lleva a hacernos una pregunta y una reflexión. ¿Por qué el glifosato? Al día de hoy, hay herbicidas y pesticidas en uso mucho más tóxicos que el glifosato. Las atrazinas, por ejemplo, se siguen usando y son más problemáticas medioambientalmente porque utilizan vías que no son exclusivas de la plantas (como en el caso del glifosato) y ataca a los anfibios erosionando el medio en el que se encuentran. Sin irnos muy lejos, tenemos también el Paraquat, un pesticida de uso relativamente común que es extremadamente tóxico para el ser humano y puede producir vómitos, quemaduras o problemas neurológicos.

No está claro cuál es el criterio para eliminar unos productos y no otros más peligrosos. Este es, de hecho, el principal argumento contra la “guerra contra el glifosato”. La historia nos muestra cómo, a veces, se instalan estados de ánimo (o de histeria colectiva) que sin ser ridículos tienen un impacto muy importante en la vida de las personas. Esto es tratar de  imponer criterios desde un estado de ánimo y no desde la evidencia científica.

La prudencia en política es, en general, una virtud. Es comprensible que las autoridades quieran, por un lado proteger a sus ciudadanos de posibles riesgos para la salud y por otro, garantizar que los productores logren mejores cosechas porque, en definitiva, en gran parte su comunidad depende económicamente de ello. Pero pasarse de celo hacia un lado o el otro sería problemático.

Hoy por hoy, la prohibición del glifosato tendría como consecuencia directa una drástica reducción de los volúmenes de cosecha. En Pergamino sería un durísimo golpe a la economía doméstica que se rige en gran medida por el producido del campo.

El debate debe darse pero de manera seria y responsable. Se debe poner sobre la mesa hacia dónde queremos ir como comunidad, si hacia un modelo de mayor producción aun a riesgo de ciertos efectos colaterales, o si en cambio se pretende una agricultura de carácter orgánica, con rindes que repercutan negativamente sobre nuestra economía. Si luego de un intenso debate, con fundamentos científicos como base de sustentación, se resuelve prohibir el uso de ciertos productos, estará bien, como así también lo será si, con ayuda de la tecnología aplicada, se continúa avanzando hacia cosechas cada vez más abundantes.

Lo imperdonable sería tomar decisiones apresuradas de las cuales tener que arrepentirse.


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