Editorial

¿Qué tiene de atractivo la actividad política que casi nadie puede dejarla?


En muchos casos, ejercer el poder político en Argentina parece sinónimo de perpetuarse en la tarea. En el inicio de un año electoral, la crónica diaria da cuenta de múltiples intencionalidades reeleccionistas. Afortunadamente se logró poner límite a las reelecciones, pero hasta donde se puede, casi nadie renuncia a la posibilidad. Del presidente Mauricio Macri hacia abajo, toda la pirámide política se mueve en torno a la pretensión de buscar una nueva chance electoral y renovar mandatos. Gobernadores, legisladores e intendentes. Prácticamente ningún líder escapa a la tentación de redoblar la apuesta.

Cabe preguntarse por las razones de este deseo. Nadie puede desconocer que independientemente de la vocación por lo público, detrás del poder y su ejercicio se desentrañan otras cuestiones que tienen que ver con la ambición personal y con los escalones de prestigio y seguridad que ganan producto de la actividad política. Esto permite inferir que detrás de la voluntad reeleccionista se abrazan otros intereses.

Aunque en términos teóricos se valora la alternancia como sinónimo de la salud de la democracia, en la práctica son más los hombres y mujeres de la política que se abrazan al poder, que los que ceden su lugar para que las instituciones las conduzcan otros.

La mayoría, claramente, siempre busca la reelección o bien, cuando la legislación ya no le permite renovar, aspira a ocupar otro cargo en el ámbito de lo público, como si todo el andamiaje político institucional se organizara para ser funcional a esta pretensión.

Muchos de aquellos que prometían irse del escenario público hace unos años frente el clamor popular de “que se vayan todos”, son los mismos que se siguen debatiendo en acuerdos, consensos, negociaciones y especulaciones.

Lo llamativo es que en algunos casos, en especial en aquellos distritos donde no hay límites para las reelecciones, van por su tercer, cuarto y hasta quinto mandato. Lo que en sí mismo dice algo de la relación de la dirigencia política con el ejercicio del poder.

En nuestro pago chico, hasta que se puso límite a la ambición de la reelección eterna hubo referencias concretas en relación a este tema. De hecho desde la recuperación del sistema democrático en el año 1983, solo hubo cuatro intendentes elegidos: Jorge Young, Alcides Sequeiro, Héctor Gutiérrez y Javier Martínez. Solo el primero ejerció durante un mandato y el actual jefe comunal atraviesa su primera experiencia. Sequeiro estuvo durante 12 años a cargo del Departamento Ejecutivo y fue derrotado cuando buscaba su cuarto mandato por Héctor Gutiérrez que, asimismo, ejerció 14 años el poder  producto de cuatro victorias consecutivas (se retiró dos años antes en su cuarto mandato para ir como diputado nacional). Ahora todo parece indicar que Martínez iría por la reelección para cumplir un ciclo de ocho años, el plazo máximo que le permite la ley.

Esta somera reseña confirma que en nuestra ciudad, en el curso de los últimos años entre el caso de los intendentes, varios concejales y legisladores provinciales y nacionales, la situación se encuadra en el marco general, con dirigentes que una vez instalados en el ejercicio del poder encuentran motivaciones para continuar en él.

También existen ejemplos de gobernadores que prácticamente conducen sus provincias como si fueran feudos.

Lo concreto es que nadie parece quererse ir de la arena política. Si bien aparecieron legislaciones que limitaron esa aspiración, en la mayoría de los casos se busca alguna salida para seguir en el ruedo y no volver a lo privado. Esto dice algo del sistema político argentino, con líderes y referentes que hacen de la política un modo de vida y una actividad profesional de la que cuesta desprenderse cuando se cumple un mandato.

En este punto, es oportuno reflexionar sobre las motivaciones más profundas de esta constante. E interrogarse sobre las falencias de un sistema que al interior de los partidos políticos no han abierto marcos propicios para la formación de nuevos dirigentes. No se ha abonado el terreno para que surjan líderes.

En este marco, pareciera que Argentina sigue esmerada en replicar viejas prácticas en lugar de tomar ejemplos de democracias más evolucionadas  donde la alternancia es moneda corriente.

Abandonar el poder con la satisfacción cumplida es un signo de sabiduría y de madurez.  Es también considerar esto como parte del crecimiento de una democracia más sólida y previsible. Y no tan sujeta a los sobresaltos que genera la apetencia de poder tan desmedida.

Como sucede en otros campos del hacer, deberíamos como país detener la mirada sobre quienes, como Estados Unidos,  nos llevan años de ejercicio democrático, y cuentan, por ejemplo, con una legislación que posibilita una sola reelección en la presidencia e impide de por vida a esa persona volver a postularse para ese cargo.  También mirar a nuestro alrededor y tomar ejemplos de madurez cívica.  Y de respeto por la ciudadanía que ve con claridad las manipulaciones que se ejercen en el terreno de la actividad política. Dejar de subestimar al electorado, entendiendo que percibe que hay quienes viven de la política y han hecho de esta actividad un negocio. Esto significaría crecer en la pretensión de fortalecer la democracia, abandonando la impresión de sentirse irreemplazable.

No hacerlo es condenar al país a las consecuencias de insalubridad del sistema.


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