Editorial

¿Realmente queremos cambiar?


Mientras seguimos transitando este período electoral,  la centralidad de los debates se centrifuga en un festival de egos, absolutamente carentes de un factible programa transformador pensado y articulado con prospectiva para la satisfacción de legítimas expectativas de la población, principalmente enfocado en el muy amplio sector empobrecido, indigente e improductivo.

En “Los crímenes de la calle Morgue”, de Edgar Allan Poe, se lee: “Las características de la inteligencia que suelen calificarse de analíticas, son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Solo las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas sabemos que, para aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce”.

Sin dudas, tal lectura es un aporte que contribuye sustancialmente a revelar la ausencia de inteligencia política en nuestra dirigencia conocida. Caso contrario, ¿cómo entender y soportar tanta incapacidad e insensibilidad ante tanto sufrimiento de cada argentino con hambre?

Recién habrá seguridad alimentaria argentina cuando todas las personas tengan acceso en todo momento a alimentos suficientes, seguros y nutritivos, suficientes para cubrir las necesidades físicas básicas de una vida sana y activa para todos los argentinos.

Fundamentalmente, integran una noble y cabal seguridad alimentaria los alimentos, los medicamentos, las cobijas y los servicios esenciales imprescindibles para conservar tal vida sana no solo personal, también la familiar y comunitaria.

Sorprende la facilidad con que los argentinos convivimos con la miseria y la vulnerabilidad ajena. Ante semejante estado de cosas, el dantesco espectáculo de la dirigencia política nacional establecida pretende sostener que en las listas y candidaturas para las próximas elecciones hay renovación política, como si ello fuera una cuestión cronológica derivada de la biología humana.

Claramente Argentina más que renovar nos exige “transformar”; esto es, quebrar la línea, inutilizar las ideas que en estos últimos 50 años nos empacharon de ascuas, postergación e indignidad; transformar es tener espíritu crítico, es replantear la realidad; transformar no es imponer o reimponer candidatos “camaleónicos” (aquellos pertenecientes a la escuela de Groucho Marx: “Estos son mis principios. Si no le gustan tengo otros”.).

La determinación para transformar consiste en proponer un plan de desarrollo humano, social, económico, industrial y ambiental con futuro, pero no presentar una y otra vez los mismos enunciados. Ya tenemos, lamentablemente, los mismos candidatos infectados del pasado, de la pesadez, de la embriaguez y del envilecimiento para proseguir conservando -como sea- nefastos status quo y establishment. Ya que es la misma gente, por lo menos, quien asuma que se rodee de mentes frescas, no contaminadas con los compromisos de la vieja política; personas  de las que vemos a diario revolucionando todas las áreas de la vida social merced a sus capacidades intelectuales o por sus conocimientos tecnológicos, que tanto podrían aportar a la gestión.

Entre nosotros los argentinos votantes, “transformar” será arriesgarse a probar algo político y democráticamente distinto,  nunca antes vivido, para lograr finalmente el bien común afianzando la unión nacional, afianzando, liberando y prestigiando la Justicia, consolidando e incrementando la amistad cívica, la paz interior y el bienestar general. Porque, a decir verdad, si bien Cambiemos llegó con esa impronta, a poco de andar, terminó sucumbiendo en viejas formas, tanto de comunicar como de gestionar. Y no es total responsabilidad del Gobierno sino que ha incidido la vigencia de un pueblo que no abandona las viejas maneras. Por tanto, para que pudiera darse la conexión entre emisor y receptor, una de las partes debió acomodarse a la otra. 

Lo más urticante para las camarillas y castas políticas que deciden el futuro de los argentinos es justamente que nueva gente ingrese a la “mesa chica”, con ideas innovadoras. Es lógico desde su óptica, porque sienten amenazado su status quo, pero no lo debiera ser para quienes estamos subordinados a sus decisiones sectaristas. Por el contrario, el pueblo debería estar ávido de cambio, de renovación, de innovación. Pero curiosamente no sucede así, ni en el ámbito  político, ni en los sindicatos, ni en las entidades intermedias, donde se anquilosa  una burguesía dirigencial que supervive por décadas gracias a nuestro voto o a nuestra no participación. Desde este punto de vista no cabe otra que decir: Después no nos quejemos. 

¿Y esto sucede por qué? Dos razones: en política tenemos miedo a lo nuevo, lo asociamos con más posibilidades de fracaso a pesar de que lo conocido ha fracasado incesantemente. Y por otro lado, nosotros mismos somos reacios a los cambios en las maneras: nos disgustamos a diario con la tecnología, sin ir más lejos, cuando se introduce en nuestras prácticas habituales. O en algún caso la aceptamos y la abrazamos pero no asumimos lo que viene junto con ella, como la desaparición de puestos laborales. 

Y así estamos, con un pie siempre en el pasado, siempre en lo viejo, y solo con pretensiones y tibios amagos de dar ese salto. Lo planteábamos el domingo pasado en esta página: el mundo no nos espera. Del mismo modos podemos decir que si no damos el salto, terminaremos cayendo y de la peor manera.


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