Editorial

Septiembre negro


Aunque faltan días para concluir el mes, con lo acontecido hasta la fecha ya podemos calificar a este septiembre 2020 como una página negra de nuestra breve e inestable historia institucional.

Una sucesión de decisiones políticas a contramano de los principios más elementales de un gobierno constitucional, sumada a medidas económicas sumamente contradictorias con los resultados que se necesitan y con consecuencias en el corto y largo plazo, han dejado a la ciudadanía perpleja, sin norte, caminando como autómatas en una neblina de incertidumbre. Pero al mismo tiempo, estos últimos batacazos del Gobierno le pusieron certeza a la decisión que muchos –personas y empresas- venían evaluando: dejar este país por considerarlo inviable.

Un dato a tener en cuenta antes de desandar los párrafos de esta página negra: ninguna de estas cuestiones tiene que ver con la pandemia mundial; no estamos hablando de ella y sus consecuencias sino de las decisiones de un gobierno desorientado, o más bien muy orientado hacia un norte que no es el que buscamos los ciudadanos.

Dicha la aclaración, vamos a los hechos.

Los graves acontecimientos institucionales se venían gestando y culminaron durante la última semana en una montaña rusa en la que el escenario político cambió drásticamente, a partir de una serie de sucesos que mostraron de modo descarnado la brutalidad que generan los resentimientos.

La dinámica de los hechos mostró que, en apenas horas, se desataron dos cuestiones relevantes, para algunos perfectamente concatenadas: la rebelión –también para algunos observadores más televisiva que real- de la Policía Bonaerense para que se escuchen sus reclamos salariales y el posterior manotazo que dio el Gobierno nacional para solucionar esa situación, a costa de retirarle a los contribuyentes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires un paquete de fondos que la administración porteña calcula en 150 millones de pesos diarios, para pasárselo a la Provincia de Buenos Aires. Desde lo político-institucional, la decisión conmociona porque no solo se trata de un avasallamiento explícito que vulnera la convivencia sino porque resulta ser la manifestación plena de cómo el centralismo sigue haciendo de las suyas de modo discrecional y esta vez con una grave aura de rencor. Cabe recordar que los constituyentes de nuestro país, sabiamente, establecieron que cuestiones como el reparto de fondos federales (que provienen de las recaudaciones provinciales para ser distribuidos en justa proporción) no pueden ser determinadas por el Ejecutivo sino a través del consenso mayoritario del Congreso de la Nación. La idea fuerza fue, precisamente, evitar que desavenencias o conveniencias políticas se mezclaran con un asunto netamente técnico. Por otra parte, se obvió una regla de oro como es que no se puede dar lo que no es propio. Si se hubiese tratado de una transferencia de fondos de Nación a la Provincia, hubiese estado acorde a derecho, incluso por DNU. Pero en este caso, el poseedor de los fondos (por ley) es la Ciudad, no el Estado nacional. Si a Provincia le corresponden esos puntos, la vía era el Congreso, como lo hizo la gobernadora Vidal, quien siguiendo ese camino logró en 2017 la devolución de 4 puntos correspondientes al llamado Fondo del Conurbano. Y lo curioso es que en aquella votación en el Congreso, quien votó en contra de que esos puntos volvieran de Caba a Provincia fue el mismísimo Axel Kicillof, actual gobernador y reclamante. Si esto no es revanchismo y rencor enmascarados de justicia histórica, ¿qué es?

La justificación del manotazo a los fondos de la Caba para dárselos a la Provincia viene por el lado de las evidentes desigualdades que se dan a uno y a otro lado de la General Paz y el Riachuelo. Con toda la mesa servida, restaba solamente buscar el momento o la oportunidad para darle el zarpazo a la Ciudad y ésta llegó con el revuelo policial. La idea fuerza es que uno mejore a costa de que otro desmejore, o sea, el remanido concepto de nivelar para bajo, impulsado por una alta dosis de resentimiento. Lo mismo que se ve en la calle, entre las personas, pero en este caso trasladado a dos distritos.

Históricamente, la Ciudad Autónoma es el distrito que más recauda y el que menos recibe, tal como establecen las leyes que la semana pasada han sido alteradas por el apuro del poder central, lo que pone el sistema federal una vez más sobre la lupa. Un federalismo artificial el que tenemos, puesto que para que sea real  cada provincia debería recaudar para sí, cada gobernador debería ocuparse de darle mayor actividad a su propia geografía, para así recaudar lo necesario para hacer sustentable al distrito. Pero desde los cimientos mismos de este país, con la mirada siempre puesta en el puerto, sabemos que esto no es posible. Y así nos encontramos con que la Nación recauda 95 de los impuestos y después lo reparte, como si fuese una regadera, entre todas las provincias y ese es el peor de los incentivos.

Es por esto que Argentina no tiene absolutamente nada de federal y cuenta con la coparticipación como un parche para un país macrocefálico. Un parche más de tantos que se vienen poniendo en todas las grietas que tiene este barco, pero cuyo mayor problema para avanzar es el no tener una hoja de ruta. Ese es el quid de la cuestión.

Desde que asumió, Alberto Fernández se ha excusado de múltiples maneras para no presentarle a la sociedad su plan económico. Pero, más allá de sus dichos, están los hechos, que marcan el retorno del programa más clásico del peronismo, basado en el control de todas las variables económicas.

Son medidas que se toman, supuestamente, para favorecer a quienes menos tienen. Pero, en realidad, como asfixian la economía, hacen que los sectores más vulnerables tengan menos opciones, al mismo tiempo que los sectores acomodados se garantizan algunos de sus insumos a bajo costo. La reciente intervención del Estado en el mercado de las telecomunicaciones es un buen ejemplo. Ya no habrá competencia de precios, calidades y beneficios entre las operadoras, sino que todas tendrán tarifas reguladas por el Estado. Quienes menos ganan podrán acceder a un servicio básico, pero a quienes cuentan con ingresos altos les generará un excedente de dinero.  En síntesis, si no es bueno que el Estado deje todo librado a la invisible mano del mercado, resulta peor que el principio rector de la economía sea un intervencionismo excesivo. Solo hace falta revisar la larga y complicada historia de nuestro país para darse cuenta.

Otra estocada al ánimo y a los estímulos que hoy necesita la alicaída república la dio esta semana el propio presidente.  “Lo que nos hace evolucionar o crecer no es el me?rito, como nos han hecho creer”, dijo el martes último Alberto Ferna?ndez, confundiendo igualar oportunidades con igualar resultados.

La frase presidencial implica que si uno persigue un suen?o y dedica su esfuerzo y su constancia para alcanzar un logro, todo ese sacrificio realizado carece de mérito. O, peor aun, sugiere que quien no ha hecho esos esfuerzos, por el motivo que fuere, merece de igual manera ese logro. O que, por el contrario, si unos no lo pueden tener (el éxito), pues que nadie lo tenga. Este es el sentido de justicia social que pareciera perseguir el presidente, nuevamente promoviendo la nivelación para abajo, para menos, para peor. Y lo aplica en todas las esferas, como se pudo ver en la cuestión Caba-Provincia: como la Ciudad tiene más y mejor, es “opulenta”, es un acto de justicia sacarle recursos que le pertenecen para que otro distrito mejore. Es decir, a costa de que la Ciudad esté peor. 

Fernández repudió la meritocracia mezclando dos conceptos que a primera vista parecen similares pero, en un análisis más profundo, queda evidenciado que no lo son. Una cosa es que exista un Estado presente para equilibrar una cancha que está desnivelada porque hay diversas clases sociales y otra muy distinta es igualar los resultados, nivelar para abajo y querer que todo el mundo tenga el mismo fin.

Esta diferencia vital no implica que el sector estatal no asista y abandone a su suerte a los más vulnerables sino que fomente un sistema que permita una movilidad ascendente.

Sin embargo, la idea que subyace en la coalición kirchnerista-peronista es otra: se ensalza el pobrismo como una virtud y se mira con sospecha a la persona que crea valor o riqueza.

Ese ideario nefasto que castiga a quienes prosperan es el que construyo? un país con un nivel de pobreza que alcanza al 50 por ciento de los ciudadanos. De hecho, fue la misma concepción que, lejos de querer retener a Marcos Galperín -fundador de Mercado Libre, que le da trabajo a miles de personas y que aplaudiría cualquier país normal- en la Argentina, lo expulsa. Y ahora se repite la historia con Falabella. Lo más incomprensible es oír y leer a gente de a pie sino aplaudiendo, ninguneando la salida de esta empresa que no solo emplea a quienes vemos en sus enormes locales (incluidos los Sodimac) sino que daba trabajo a muchos confeccionistas, inclusive de nuestra ciudad. ¡Cómo festejar o restar importancia a que una empresa desista de Argentina! Solo la peor ignorancia (que es la que nos “enseñan” e inoculan) puede generar esta actitud.

Lo que es evidente y palpable es que la agenda del Gobierno no es la agenda del pueblo. Los ámbitos de toma de decisiones, búsqueda de soluciones y debates no están atendiendo las cuestiones que realmente preocupan a la gente hoy y en el futuro inmediato: salud, seguridad, justicia, educación y economía. Tanto en contexto de pandemia pero especialmente pensando en la nueva normalidad. En ninguna de estas áreas hay un plan, ni siquiera un debate de ideas en el Congreso. Hay otra agenda en curso, la de la vicepresidenta, cosa que quedó muy en claro en la última sesión del Senado, en que se trató el desplazamiento de tres jueces que entienden en causas que la afectan, mientras se instauraba un nuevo cepo al dólar y se producía un nuevo y lamentable récord de casos de Covid-19.

Esto da cuenta de un Estado ocupado por dirigentes que lo administran con fines personalísimos y totalmente divorciados de los legítimos destinarios. Y no es de ahora sino de mucho tiempo a esta parte. Prueba de ello es que Argentina, después de 50 años, tiene el mismo PBI por habitante pero tiene más pobreza. Tiene un Estado más grande pero no por ello ha resuelto problemáticas anquilosadas en educación, salud, seguridad ni infraestructura. Por el contrario, las ha profundizado en virtud de que ni siquiera se abordan planificada y estratégicamente estos problemas. Directamente no están en las agendas legislativas.


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