Editorial

Sin estrategia, no hay lucha certera contra la droga


Hace poco más de cuatro años, los entonces presidentes de los partidos políticos firmaron un documento promovido por la Pastoral Social de la Conferencia Episcopal Argentina que establece “lineamientos básicos para la implementación de políticas públicas sobre el consumo de drogas y el narcotráfico”. En el documento se reconoce que el creciente consumo de drogas ilícitas y las redes criminales que controlan su tráfico hacen necesario un urgente acuerdo entre las distintas fuerzas para consensuar políticas que permitan enfrentar esta verdadera emergencia social. Pasaron desde entonces dos procesos electorales, con campañas y promesas incluidas, se renovaron cargos ejecutivos y legislativos, y nada, en materia de acordar estrategias. No hubo en este tiempo propuestas de cada espacio político que se expresaran claramente sobre el tema y ni presentación de programas de acción.

Una cosa es segura: la batalla contra la drogadependencia no se ganará por reacción ante hechos circunstanciales, por más dramáticos y penosos que sean. Lo espasmódico, tras un evento de repercusión masiva; ni lo que se haga por zonas, atendiendo la problemática de cada lugar en particular, es suficiente, más bien “le hace cosquillas” al tema.

Las comunidades, en los distintos contextos sociales y geográficos, están cada día más impactadas por episodios de extrema violencia y crueldad protagonizados por personas, muchas veces jóvenes y hasta niños, vinculados al tráfico y consumo de drogas.

Aun en este contexto, causa estupor la creciente tolerancia social y la consecuente disminución en la percepción del riesgo vinculado con el consumo de drogas, que ha ganado espacio en los más diversos ámbitos en la sociedad. Empezando por los padres que no solo toleran sino que avalan el consumo abusivo de alcohol de sus hijos menores, “porque es solo los fines de semana” o porque el chico en cuestión no manifiesta conducta adictiva. Como si no se empezara de a poco en el consumo problemático, o como si una borrachera, por ser aislada, no tuviera efectos colaterales, para sí mismo y para terceros.

La aprobación en diciembre de 2009 de la Ley Nº 26.586 que crea el Programa Nacional de Educación y Prevención sobre las Adicciones y el Consumo Indebido de Drogas pareció mostrar un claro reconocimiento del problema y la necesidad de abordarlo en un espacio de vital importancia como lo es el ámbito educativo.

Sin embargo su implementación integral aún no se ha hecho efectiva. Solo se han producido algunos esfuerzos acotados, inducidos por cada institución educativa en particular, a veces directamente por iniciativa de los chicos, a través de los centros de estudiantes. Pero en lo que hace al planteo sistemático de la drogadependencia y sus consecuencias, está ausente en las currículas escolares. No está en secundaria, mucho menos en primaria, a pesar de que el inicio en el consumo es cada vez más precoz.

Con alguna frecuencia se plantean teorías que centran la cuestión de la drogadicción en un problema económico. Y es verdad que la droga mueve enormes cantidades de dinero en todo el mundo y que muchos delitos del crimen organizado están asociados, pero nunca debemos olvidar que en el centro del problema no está la droga sino la persona que se droga.

Los drogadependientes provocan rechazo en la sociedad, ya sea por su asociación con la delincuencia como por la mirada lastimosa que se dirige al adicto, que incluye generalmente un análisis de su vida para acabar esbozando, sin certeza alguna, cuáles fueron las circunstancias (padres separados, abandónicos, violencia doméstica y tantas más) que lo llevaron a consumir. Esta justificación es la que lleva “tranquilidad” a quien mira: “En mi familia no pasan esas cosas, ergo ninguno saldrá drogadicto”. Como si todo fuese tan lineal. Para esta mirada social, es como si fueran ellos y sus familias los únicos responsables de su situación, como si la sociedad a la que todos pertenecemos no tuviera nada que ver con el estado de cosas que lleva hoy a tantos jóvenes y adultos a buscar en la droga un refugio para el doloroso descontento en que viven, producto de fuertes frustraciones y desconfianza en estructuras sociales que, aunque después se conduelen, primero los marginan.

El drama de la drogadependencia es hoy un fenómeno que afecta a todos los ambientes y regiones del mundo. Los jóvenes son tal vez los más afectados por este estado de cosas. Se les presenta ante sus ojos un mundo donde pareciera que el sentido de “ser” más, diera paso a la concepción de “tener” más. Donde no se les enseña a comprender que el sacrificio y aun el sufrimiento tienen un sentido profundo que los ayudará a superar los conflictos que la vida les planteará.

Se dice que no hay que criminalizar al adicto y no cabe duda de que así debe ser. Al adicto hay que escucharlo, abrazarlo para acompañarlo en un camino que le permita tener una vida digna, vivida en libertad y en plenitud. Pero el camino de la criminalización del adicto empieza mucho antes, cuando la contención es insuficiente en los espacios comunitarios o en el ámbito de la educación formal y no formal. Cuando son escasas las oportunidades de inclusión social y no se ofrecen propuestas que den un verdadero sentido de la vida a los jóvenes. Cuando se les dificulta en lo cotidiano el acceso a la salud y a la justicia. O cuando los medios de comunicación nos imponen una mirada estigmatizante de los jóvenes: pobres, adictos, delincuentes y peligrosos. Todo esto es parte del camino de la criminalización del adicto.

Cuando se habla de la despenalización de la droga, debemos tener en cuenta que una decisión de esa naturaleza requiere crear previamente instrumentos y espacios adecuados para dar contención y asistencia, al mismo tiempo que educar y prevenir para que aquellos que aún no entraron en contacto con las drogas o estén en un camino de iniciación no terminen pensando que son inocuas.

No hay recetas mágicas, pero tampoco hay receta alguna. Más allá de los dispositivos existentes, los buenos profesionales que los integran y las buenas voluntades de mucha gente, no hay estrategia. Como en todo en este país, no hay planificación, ni a uno ni a diez años. Se percibe una ausencia histórica y estructural del Estado frente a esta situación y no se trata de ningún gobierno en particular, sino de un problema que como sociedad no terminamos de asumir. Y cuando no hay acción, hay omisión. Y la omisión del deber hacer es prima hermana de la complicidad. Porque en el caso de la droga, cuando se deja de hacer lo que es necesario por el eslabón más débil de esta macabra cadena, se está haciendo -indirectamente- mucho a favor del más fuerte.


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23 de Marzo de 2024 - 05:00
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