Editorial

Sin seguridad jurídica, todo es posible (o imposible)


Profetizaba Juan Bautista Alberdi: “He vivido 20 años en el corazón del mundo más civilizado y no he visto que la civilización sea otra cosa que la seguridad de la vida, del honor, de los bienes, de la persona... La civilización política de un país está representada por la seguridad de que disfrutan sus habitantes y la barbarie consiste en la inseguridad, o lo que es igual, en la ausencia de la libertad de ser desagradable del que gobierna, sin riesgo de perder por eso su vida, su honor o sus bienes como culpable de traición al país”. (García Hamilton, “Vida de un ausente”).

El jurista tucumano conocía profundamente su país. Supo prever las lacras que sobrevendrían por esos temperamentos autoritarios que poblaban la Argentina. Le bastó a Juan Bautista Alberdi vivir la dictadura bonaerense, los exilios, las cuatro décadas en la lejana Europa, alguna experiencia parlamentaria en el final de su vida para concebir la necesidad de cumplir a rajatabla la normativa institucional –estrictamente– sin quebrar, sin violar en lo más mínimo los principios instalados en la ley fundamental y el sistema normativo que conforma la nación organizada. En ello, en cumplir con la letra escrita y validada por el propio sistema, veía –y así sigue siendo- la única garantía para no dejar la civilidad y pasar a la barbarie, donde todo vale, especialmente la voz del más fuerte.

En Argentina se ha negado la garantía de la seguridad jurídica en forma recurrente. Cuando no fue por su macrocefalia endémica o por golpes de Estado –esenciales causas de su inestabilidad casi crónica–  ha sido por determinadas irresponsabilidades del poder administrador, por abusos sindicales, irregularidades en los juicios y en la estabilidad de los jueces, periodismo falaz, corrupción estructural, viveza criolla para las transgresiones y anarquías; todas concausas que, en su conjunto, han convergido al final en una dantesca eclosión de la pobreza, la violencia y el delito en las primeras dos décadas del Siglo XXI.

Cuesta creer tantos años de tanta desorganización nacional, tanta improvisación y tantos giros en la estructura normativa que impiden pensar y proyectar a mediano y largo plazo.

En este 2020 seguimos la misma senda. El modelo de gobierno, como alguna vez lo definió el propio jefe de Estado, es el “vamos viendo” sin un plan económico que ayude a recrear la confianza en el país. Gran error (u horror) presidencial afirmar que no se necesita un programa que ordene un conjunto de medidas para buscar la recuperación productiva y el crecimiento que permita generar trabajo genuino. ¿En qué ámbito de la vida no es beneficioso, cuando no necesario, un plan? Si bien Fernández está convencido de que él está en lo correcto, evidentemente el resto de los agentes económicos que operan en el mercado no están de acuerdo y lo hacen saber claramente.

En este escenario, si el Gobierno nacional no puede ofrecer hoy a 10 meses de gestión ni un acierto en materia económica, más allá de un puñado de políticas asistenciales para morigerar el impacto de la cuarentena eterna por la pandemia, evidentemente es necesario cambiar las cosas que se hacen para lograr resultados diferentes. Pero por ahora se impone un “plan sarasa”, bautizado así en honor al sincericidio del ministro Martín Guzmán, que apenas logró un acuerdo con bonistas para reprogramar vencimientos de títulos de la deuda emitida bajo legislación extranjera.

Recordemos el episodio “sarasa”,  un blooper del ministro Martín Guzmán que habló más del futuro de la Argentina que largas horas de discursos y papeles presentados al Congreso Nacional. Antes de comenzar su exposición sobre el presupuesto 2021, el académico de Columbia devenido funcionario le dijo a Sergio Massa: “Yo puedo empezar a sarasear”. Con tanta mala suerte, que no advirtió que los micrófonos estaban encendidos. Su interlocutor de ocasión no se inmutó, como quien está  acostumbrado a escuchar tal cosa. La anécdota sería solamente graciosa si no fuera que el tema en cuestión sobre el cual “sarasear” era el plan económico que incidirá sobre la vida de más de 40 millones de personas en el marco de una crisis de magnitud histórica.

Adentrándose en el contenido del proyecto, efectivamente se puede dilucidar que sobran las palabras bonitas y faltan los fundamentos realistas. “El desafío del Gobierno es construir condiciones de estabilización para recuperar la economía con producción, empleo e inclusión social”. Sarasa. Si no hay un cómo, un plan, una hoja de ruta con pautas y plazos, es sarasa. En eso ha sido honesto Martín Guzmán.

En otro contexto, el acuerdo con los bonistas hubiera sido un logro para aplaudir de pie, pero toda vez que su impacto en la economía ha sido neutro, es decir se valoró un par de días y no mucho más, entonces la realidad marca que no ha sido gran cosa.

Argentina puede haber, negociación mediante, postergado vencimientos de la deuda con acreedores privados -aún resta una áspera batalla con el FMI- pero si no tiene una hoja de ruta para explicar cómo hará para crecer, entonces navegará siempre en medio del mar sin rumbo fijo y sin instrumentos que ayuden a realizar un viaje más agradable, menos traumático.

No sorprende, entonces, que la imagen positiva del presidente que rondó el 80 por ciento en el inicio de la pandemia, se haya desplomado hasta un pobre 35 por ciento seis meses después. El país ya no soporta los embates contra la Justicia, la mala praxis económica y las políticas de trinchera contra un virus que no hay que combatir (porque es imposible, es un virus, está en el aire) sino empezar a asimilar. Los indicadores son contundentes en este sentido, puesto que la Argentina se ubica entre los 10 países con mayor cantidad de casos positivos, entre los 15 con mayor porcentaje de fallecimientos y entre los cinco con mayor caída del PBI. No hay saldo positivo en la gestión del Gobierno, que empezó con un acierto pero se estancó ante el avance de los meses y los hechos.

Ante una muy mala situación económica, el dólar se presenta como el único refugio para defender el poder adquisitivo del salario o de la renta, cualquiera sea su origen. Pero como es escaso, el Gobierno nacional intenta sin demasiado éxito la implementación de medidas desesperadas para detener la sangría de billetes estadounidenses, lo que agrega más incertidumbre a una economía explosiva. Los desaciertos y la falta de confianza generan un terreno fértil en el que crecen los rumores sobre lo que puede suceder con las posesiones que se encuentran en el sistema financiero, incluso  las cajas de seguridad. Una bola de nieve que se agranda a medida que avanza sin que las autoridades busquen desactivar, en un escenario de fractura política en que unos y otros no se ponen de acuerdo en casi nada.

La respuesta del presidente ante esta crisis es que los argentinos deben acostumbrarse a ahorrar en pesos y no en dólares. No fue creativo en su recomendación pues decenas de políticos y economistas repitieron esa frase sobre las cenizas de la economía. En tanto y en cuanto el país no logre encauzar un modelo de crecimiento inclusivo y sustentable que mejore la calidad de vida de todos, nadie que pueda ahorrará en pesos, un papel que se desvaloriza ante cada yerro de los gobernantes. 

Si les pareció grave desde el punto de vista institucional el desliz del diputado Ameri con su recientemente operada novia, el de Martín Guzmán supera ampliamente ese adjetivo para pasar a ser temerario, puesto que revela que no es una sensación ciudadana y de los mercados sino que es la lamentable realidad: quienes comandan este barco llamado Argentina con nosotros adentro no tienen idea alguna de qué camino tomar. Y ese es el síntoma más claro de la inseguridad jurídica: si no hay un plan, cualquier cosa puede pasar. Porque cualquier cosa se puede hacer, con nuestros ahorros, con la propiedad privada, con la ganancia de las empresas, incluso los recursos de los gobiernos distritales están a merced de decisiones extemporáneas y sin sustento legal. Con este escenario, ¿cómo lograr una inversión, nacional o internacional? Y sin inversión, ¿cómo generar empleo? Y sin empleo, ¿cómo reactivar la economía, el consumo, el progreso?

Y volvemos al primer interrogante, ¿cómo se puede gobernar sin un plan, confesarlo abiertamente y pretender que nos vaya bien? Solo en Argentina.


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