Editorial

Solo sabemos que ya no sabemos nada


Dice Herbert Gerjouy y replica Alvin Toffler: “Los analfabetos del Siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer y escribir sino aquellos que no sepan aprender, desaprender y reaprender”.

En los procesos advertidos por Alvin Toffler en su libro “El shock del futuro”, escrito con su inteligente visión premonitoria en 1970, la neurociencia tiene mucho que decir. Efectivamente, se ha convertido en uno de los campos de más brillo de la investigación, en una ciencia que promete mucho dado su objeto de estudio y su campo de acción: el cerebro como fenómeno múltiple, y sus relaciones con la conducta humana y los aprendizajes.

Para este analfabetismo del Siglo XXI, la mejor defensa sigue siendo la escuela, pero no la que tenemos.

La docencia contemporánea, si está empeñada -como es de esperar- en favorecer una estructuración social más benéfica para un mundo que se mueve a la velocidad del rayo, tiene que enfrentar una de las tensiones más difíciles de superar: la manera de enseñanza-aprendizaje de ayer versus la manera de enseñanza-aprendizaje de hoy, para finalmente impulsar en los aprendices una nueva y mejor forma de interpretar los códigos de este mundo. Esta tensión se abre paso en medio de un mar de tecnologías, de un avance en el desarrollo de nuevas pedagogías, y ahora con un nuevo impulso que entrega una de las ciencias de mayor desarrollo en los últimos 25 años: la neurociencia.

Pero antes que nada es menester entender que el cerebro no es rígido, no es inalterable, no es esquemático y que responde a nuevos procesos conscientes e inconscientes de aprendizaje debido a su tremenda plasticidad, contario a lo que se pretendía afirmar que con el paso del tiempo el cerebro no tiene nada que aprender. Y por un orden lógico, los primeros que tienen que entenderlo y continuar su aprendizaje son los docentes, los mismos que en nuestro país -al menos corporativamente- se han negado a ser reeducados y evaluados en sus conocimientos.

Luego está la otra cara de este analfabetismo del Siglo XXI: las muchas habilidades que ya no tienen utilidad, lo que impacta de lleno en las posibilidades laborales. Porque de nada sirve saber aquello que nadie demanda, y por el contrario, quien readapta sus saberes a lo que el mundo necesita puede seguir ganando el pan “con el sudor de su frente”. Claro que estos saberes, a diferencia de antaño y al igual que con los aprendizajes escolares, no son estáticos, lo que por ende no es un patrimonio sino un activo que muta.

Durante mucho tiempo el encanto por la tecnología, con todo lo que la innovación aportó al consumo y a la productividad, nos ha impedido estudiar seriamente los riesgos asociados que ésta conlleva para la economía y las relaciones sociales. Es tiempo de salir de la hipnosis y de responder a los peligros planteados por la inteligencia artificial, en particular a nivel del empleo.

Toda sociedad tiene en el empleo su principal punto de equilibrio. De él depende, en gran medida, el rol social que los hombres y las mujeres desempeñan y el grado de bienestar, mayor o menor, de que gozan sus familias tanto en el espacio público como en el privado. En tal sentido, de él depende, también, el orden y el progreso de los Estados, hoy amenazados, más que nunca, por una revolución tecnológica distinta a las que la precedieron.

Se trata de un debate que convoca a todas las sensibilidades políticas, toda vez que el empleo constituye un elemento transversal de los diferentes referentes ideológicos. Keynes, Smith y Marx -por citar las corrientes más diversas- centran sus planteos desde la mirada del trabajo. Es decir, ninguna visión del mundo está inmune a los impactos de la inteligencia artificial.

No podemos saber qué dirían estos referentes sobre el mundo laboral del Siglo XXI, de los transportes sin conductor, de las tiendas sin humanos y sin cajas de pago, de las nubes de datos que registran cada uno de nuestros pasos, de los ataques cibernéticos entre Estados y entre empresas. No es un escenario que llegará en los próximos 100 años ni que ellos avizoraron un siglo atrás.

Es una realidad que nos encuentra siempre al límite, al borde del abismo entre lo que aprendimos para vivir y lo que necesitamos para sobrevivir. Y sobre todo, nos encuentra con dirigentes de Estado que no tienen ni idea de cómo solucionar las dificultades que ya se sienten y mucho menos cuentan con los elementos para proyectar estratégicamente a sus naciones, algo imposible para sus (y nuestras) mentalidades estancas frente a cambios que pierden vigencia a poco de implementarse.

Un estudio de la Universidad de Oxford analizó 700 actividades profesionales y concluyó que el 47por ciento de los empleos podrían ser automatizados en los próximos 10 a 20 años. Una destrucción de puestos de trabajo de esta magnitud pondría en peligro equilibrios fundamentales para la vida en paz y en democracia, razón por la cual se exige una respuesta política.

Lo que está en juego no es solo la mano de obra poco sofisticada del trabajador de fábrica y del pequeño agricultor; está en juego mucho más, incluso las profesiones liberales. En las anteriores revoluciones industriales, las máquinas -mediante sencillos procesos de aprendizaje que eran útiles toda una vida- permitieron al humano renunciar al trabajo físico y migrar hacia el trabajo mental. ¿Pero ahora, ante el imparable avance de la robotización, para donde vamos a migrar?

Nuestra mejor defensa, decíamos al principio, sigue siendo la escuela, pero no la escuela tal como la tenemos hoy, todavía anclada en contenidos de otro siglo. En el futuro, las valencias fundamentales en el mercado de trabajo no serán más de naturaleza técnica, pues el ser humano jamás logrará competir en ese campo con las máquinas, que ponen todo el conocimiento al alcance de un click. En esta cuarta revolución industrial, la más esencial de las misiones de la escuela es enseñar a aprender. Porque nunca ya dejaremos de hacerlo. Será, junto al trabajo diario, el deber cotidiano si queremos contar con un espacio en el entramado económico social.

Será inevitable abrazar a diversas carreras a lo largo de la vida, mucho más allá de la toga y el birrete. Y el grado de éxito de cada uno dependerá de su movilidad, de su capacidad de adaptación a nuevos contextos y retos. En este Siglo XXI, el analfabeto será, por lo tanto, aquel que no aprendió a aprender, que se quedó atrapado en un único oficio, en una sola profesión.


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26 de Abril de 2024 - 05:00
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