Editorial

¿Y si copiamos un poco?


El día de la crisis institucional que hizo que Perú tuviera dos presidentes que reclamaban su legitimidad -el hasta entonces mandatario en ejercicio, Martín Vizcarra, quien había disuelto el Parlamento para convocar a elecciones legislativas anticipadas, y Mercedes Aráoz, electa por el Congreso tras haber suspendido a Vizcarra por “incapacidad moral”-, el riesgo país aumentó apenas un 3 por ciento, para alcanzar los 116 puntos básicos, el más bajo de América Latina después de Chile. El episodio refleja a la perfección el “milagro peruano”, expresado en una economía que crece ininterrumpidamente desde hace 29 años, cuando Alberto Fujimori (1990-2000) enfrentó exitosamente la hiperinflación heredada del primer mandato presidencial de Alan García (1985-90).De todos modos, Vizcarra no debe dormir muy tranquilo. Perú ostenta un récord mundial: de sus cuatro últimos expresidentes electos, tres están en la cárcel y el restante se suicidó. Fujimori cumple una condena de 25 años de prisión por delitos de lesa humanidad. Alejandro Toledo (2001-2006), sucesor de Fujimori, está detenido en Estados Unidos acusado de haber recibido 20 millones de dólares del grupo Odebrecht. Ollanta Humala (2006-2011), reemplazante de Toledo, cumple prisión preventiva ante una acusación de lavado de dinero. García (2011-2016), quien sustituyó en el mando a Humala, se quitó la vida este año cuando estaba por ser detenido por el caso Odebrecht. Pedro Pablo Kucynski (2016-2018), el antecesor de Vizcarra, fue destituido y detenido en abril de 2018 por otra acusación de lavado de dinero, originada también en el escándalo de la constructora brasileña cuando era ministro de Economía de Toledo. Mientras tanto, en Argentina…. en fin, tema que amerita otro artículo editorial.

La imagen pública fuertemente positiva de Vizcarra, quien hasta ahora no fue afectado por ese tipo de escándalos, obedece precisamente a su promesa de impulsar una reforma estructural de un sistema político estigmatizado por este incesante oleaje de denuncias de corrupción.

El detonante de la decisión de Vizcarra de disolver el Parlamento para convocar a nuevos comicios (una facultad que la Constitución peruana le reconoce en casos especiales al primer mandatario) fue la insistencia del Congreso en promover la renovación del Tribunal Constitucional, órgano judicial competente para resolver sobre cuestiones tan candentes como la libertad de Alberto y Keiko Fujimori y la nulidad de los acuerdos judiciales con los “arrepentidos” del caso Odebrecht, cuya aprobación hubiera favorecido la situación procesal de los expresidentes procesados y/o condenados.

El conflicto coincidió con el momento en que la Justicia se disponía a interrogar por segunda vez a Jorge Barata (nada que ver con nuestro Baratta de los cuadernos), exdirector general de Odebrecht en Perú, sobre el nombre de los congresistas cuyas campañas proselitistas también fueron financiadas por la compañía.

Todas estas apasionadas confrontaciones políticas en torno a las alternativas judiciales de los máximos responsables de la conducción del Estado no afectan el consenso implícito que sostiene los lineamientos básicos del rumbo económico impuesto por Fujimori en la década del 90, basado en la desregulación y la apertura internacional de la economía peruana.

Esa continuidad hizo que Perú pudiese suscribir tratados bilaterales de libre comercio con Estados Unidos y China y de unirse a México, Colombia, Costa Rica y Chile en la Alianza del Pacífico, la asociación regional que desde 2011 nuclea a las economías más abiertas de América Latina. Dichos acuerdos ayudaron a irradiar una imagen de previsibilidad y de confianza internacional propicia para la atracción de las inversiones extranjeras.

En Perú sucede lo que a cada mortal le pasa a diario, en la cotidianeidad del trabajo, en la economía doméstica: se pueden pretender situaciones, pero cuando hay que tomar decisiones, aquello que pensábamos tal vez no es lo más conveniente, a lo mejor ni siquiera es viable. Es decir, el peso de la realidad suele domesticar al hombre. En Perú, Humala hizo desde el poder lo contrario de lo que su prédica “filochavista” había proclamado durante su campaña. Antes, García había hecho durante su segundo mandato lo opuesto a lo que realizó durante su primer período, cuando impulsó una moratoria unilateral de la deuda externa que condenó al país al aislamiento financiero internacional. También en 1990 el propio Fujimori ganó las elecciones con una imagen “populista” que se ofrecía como opción al programa ortodoxamente liberal encarnado por el escritor Mario Vargas Llosa. Para la misma época, Menem hacía lo mismo en Argentina.

Lo cierto es que gracias a este cabalgar con la realidad y no a contrapelo de ella,  en el último cuarto de siglo la economía peruana exhibe un crecimiento sostenido, que está sustentado en la irrupción de una nueva clase media y un vigoroso empresariado, étnicamente indígenas, surgidos ambos de la base de la pirámide social, que en el lapso de una generación transformaron profundamente la estructura productiva. Una verdadera, palpable y cercana en el tiempo movilidad social. Esa con la cual nos llenamos la boca pero la situamos 50 años atrás.

Sirvan estas líneas para entender por qué Perú lidera desde hace años el ranking de crecimiento económico en América Latina, sin que sus recurrentes crisis políticas alteren la continuidad del rumbo elegido y aunque los principales protagonistas políticos del milagro tengan que observar su desarrollo desde las ventanas de la cárcel. La cuestión pasa por establecer, sin chicanas ni ideologías radicalizadas, cuáles son los lineamientos básicos que llevan al crecimiento. Y todos los conocen, aunque simulen aborrecerlos y lavarse la boca cada vez que los mencionan.  Lo demás, viene por añadidura.


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