Especial 100 años

LA OPINION y yo: ¿Quien dijo que me fui del diario? ¡Si siempre estoy volviendo!


 Raúl Della Valle LA OPINION

'' Raúl Della Valle. LA OPINION

Por Raúl Della Valle.


-Che, dice el “taquero” que cuando termines de leer los preventivos vayas a su oficina que quiere tomar unos mates con vos... ¿Por qué te invita el Comisario? ¿Estas acomodado vos?

El Oficial Subayudante, recién llegado a la vieja comisaría de calle Dorrego, no pudo ocultar su envidia ni su incipiente altanería de un recién recibido de policía al cumplir la orden del bueno de don Orlando Poli, comisario de la época.

-Pasá, pasá... Sentate… (me dice el Comisario cuando me asomo a su despacho). Quería decirte algo: escribís muy bien; muy lindo, muy florido las policiales del día… Pero serías mejor periodista si cambiaras esas alpargatas, que veo están de moda, y ese vaquero gastado por traje y corbata...

Y me convidó un mate.

No me voy a olvidar nunca más. 

A Don Orlando, de quien después me hice muy amigo, le había resultado duro que un pibe de 17 años, casi18, con barba rebelde y vestimenta desprolija, fuera el cronista policial de LA OPINION que suplantaba al formal y muy apreciado “Negro” Orellano, el histórico escriba de la sección aunque fuese por esos escasos quince días de las vacaciones de verano.

Julio Venini, en ese entonces director del diario y uno de los tres herederos del fundador, don Enrique Venini, me había elegido para esa tarea porque en el lapso de vacaciones la redacción quedaba medio vacía y yo era, casi, casi, el pibe de los mandados. 

Hacía muy poco que “Chichino” Ayestarán, Jefe de Deportes desde la jubilación de don Ramón Raimundo, me había propuesto para completar el trío deportivo, junto al incansable “Pancho” Bonet. Y a Julio le pareció oportuno hacerme una prueba. No le fallé para nada, excepto en lo estético, justamente lo que le molestaba al bueno del comisario...

Corrían los finales del sesenta cuando (creo, si no hay alguien que diga lo contrario) me convertí en el periodista más joven que pisaba Pergamino. De irresponsable nomás, le dije que sí a Ayestarán cuando me ofreció el lugar para mejorar el  puesto de cadete que tenía en el estudio de los abogados Héctor Montardit y Horacio Gorosito, en calle Alem, cerquita de Radio Mon.

Con un honroso sexto grado de la vieja Escuela Normal Mixta (la de calle Florida, vieja casa, donde luego estuvo la Cámara de Comercio) pasé de cadete a periodista, por supuesto que ya habiendo practicado algo con las letras como que, por sana herencia de mis viejos, ya era un asiduo lector (de todo lo que se leyera) y había ensuciado algunos papeles juveniles con alguna que otra escaramuza poética. 

Entré a trabajar en el Diario en noviembre, puede ser diciembre del 66, y me fanaticé tanto de la profesión que, amándola, persiguiéndola, atándome a lo gráfico como nunca había hecho con nada en mi corta vida, se convirtió en un eje imprescindible, por cierto ineludible. Hoy, a los 67, todavía leo y repaso todos los diarios y revistas que caen en mis manos con una pasión desmesurada y muy crítica.

Aprendí a los porrazos. El escritorio que me dieron (por la mañana, en la vieja redacción en los altos de Merced 555) estaba detrás del de Ayestarán y pegado al de Mario Lombari, a escasos centímetros del de Héctor Del Giudice. Las tres plumas que más admiré y que sustentaban un periodismo independiente, voraz y muy cuidadoso del idioma. ¿Quién no va a aprender al lado de semejantes cerebros? ¡Yo aprendí por osmosis! ¡Por contagio directo!

Me criticaban, guiaban, retaban, corregían y hasta insultaban, pero me daban la libertad de hacer y desplegar la más cara de mis pocas virtudes: la creatividad, innata, rebelde, desprejuiciada.

A tal punto desprejuiciada y loca que, en los momentos de esplendor del básquet local (otra de mis pasiones), gracias a la oportuna llegada de Ricardo Alix a Comunicaciones, me di el gusto de cronicar todo un campeonato sin escribir su nombre: sólo lo mencionaba como La Humanidad Mágica de las Pelotas de Nylon... Tal como lo hice con el increíble saltarín (también de Comu), Toti Zamparo, a quien bauticé El Profesor Boligoma o a Pedro Escarain, como El Gran Capitán... Y así sucesivamente.

Una vez, después de un genial partido que hizo en su Sports el bajito Oscar Bernard, encabecé a todo el ancho de la página, ¿“Quien dijo que los petisos no funcan?”. A la mañana siguiente, el Director se me acercó y me preguntó que había querido decir con semejante y estrafalario título. No tuve mejor idea que contestarle, educadamente por cierto: “Me extraña, Don Julio... Usted sabe poco de lunfardo!”, y bajé rápido las escaleras de la redacción, antes del reto. De soslayo, vi a Venini sonreír por mi ocurrencia. ¡Me quería tanto!

Es que siempre usé a este genial trabajo en LA OPINION (además de ser un buen medio de vida) como el divertimiento diario, como a una travesura; la cosa que se hace alegre, porque te gusta, como debe ser el trabajo que se precie de tal. Ir a laburar contento. ¡Eso hace falta hoy!

Me fui, temporalmente del diario, cuando estuve de Director de Prensa de la Municipalidad y, luego, cuando puse, junto a Eduardo Cocconi, el Bar La Plaza, en un corto intento gastronómico. Me acuerdo del diploma que me regalaron los compañeros del Diario en la despedida: decía que “Los nuevos aires de La Plaza no van a alterar tantos años de olor a tinta…”. Y fue cierto.

Iba contento a LA OPINION. Me quedaba hasta la madrugada, después de cada partido de básquet, con los muchachos del taller. Aprendí a diagramar, a saber el por qué de la gráfica, de la sapiencia de los linotipistas que me corregían los textos apurados sin decirme nada, de su grata bohemia, de los vinos compartidos a cualquier hora en el barcito de la esquina comentando lo que habíamos escrito y lo que pensábamos escribir al otro día.

Corría 1967. Don Enrique había fundado a La Opinión en 1917. Habían pasado 50 años y yo, orgulloso y muy jovencito, en ese primer trabajo formal, ya amaba al Diario. 

Hoy en estos primeros 100, 50 años después que son como una bisagra para mi (como que viví a pleno la mitad de su hermosa, aplaudida, vilipendiada y luego otra vez amada vida) lo sigo queriendo como el primer día.

Parafraseando al genial “Pichuco” Troilo, cuando se refería al criticado y esporádico regreso a su barrio, digo: ¿Quien dijo que me fui de La Opinión? ¡Si siempre estoy volviendo!


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