Perfiles pergaminenses

Daniel Urbaneja: un hombre que sabe disfrutar de las buenas cosas de la vida


 Mario Daniel Urbaneja en la intimidad de su consultorio recibió a LA OPINION (LA OPINION)

'' Mario Daniel Urbaneja, en la intimidad de su consultorio recibió a LA OPINION. (LA OPINION)

Es traumatólogo y a pesar de estar jubilado de la carrera hospitalaria, sigue ejerciendo en la órbita privada con la misma pasión del primer día. Médico del Club Douglas Haig, asegura que esa institución le regaló momentos gloriosos. Rinde culto a la amistad, ama viajar y sabe cultivar buenos vínculos.


Mario Daniel Urbaneja es un conocido médico traumatólogo, dueño de una historia de vida rica en vivencias tanto en el ámbito de su profesión como en su vida de relación. Es un apasionado de las experiencias compartidas con amigos y de los buenos momentos. Y tras años de un ejercicio profesional que lo ha confrontado con la vida y la muerte de manera permanente, sabe poner en dimensión cada cosa y disfrutar a pleno de las pequeñeces que engrandecen la vida. Atender a sus pacientes con la misma pasión del primer día, pasar tiempo con sus nietos y ver encaminados a sus hijos, son placeres de los que disfruta y recompensas que sabe recibir. Cumple años el 14 de septiembre, “el día en que se celebra en el país el Día del Cartero y el Día del Boxeador”, señala, en el comienzo de la charla.

Es pergaminense, pero nació por “accidente” en Rosario. Su papá fue Miguel Antonio Urbaneja, docente del Colegio Industrial; y su mamá Ester Nidia Risso, maestra rural, docente en la Escuela Nº 4 y directora de la Escuela de Mariano H. Alfonzo. “Quizás por eso pongo en primer lugar el valor de la educación que es tan importante”, refiere cuando habla de sus padres. Tiene dos hermanos: Miguel Angel, docente jubilado del Colegio Industrial; y Gustavo Fernando que es médico fisiatra y vive en Rosario. Su infancia transcurrió en el mismo barrio en el que vive y en el mismo lugar en el que tiene su consultorio. “Vivimos toda la vida en Rivadavia 1132 y después nos mudamos a Rivadavia 1155”, relata, destacando que este es el lugar que define como “la casa paterna” y ese espacio que se construyó desde cero con enorme esfuerzo. “Tuve una infancia feliz, con muchos amigos del barrio. Fui a la Escuela Nº 16 y viví esa etapa con compañeros con los que aún nos encontramos”.

Hizo el secundario en el Colegio Industrial y aunque en tercer año ya tenía definido que quería ser médico, se quedó por sus compañeros, esos amigos entrañables con los que hasta el día de hoy mantienen el ritual de reunirse. “La educación técnica que recibí me sirvió mucho porque soy traumatólogo y mi especialidad en definitiva trata de ‘armar los huesos’ para lo que se requiere habilidad técnica”, aclara y destaca que ese tiempo es “un pedazo importante de la vida”.

De esos amigos del secundario rescata inolvidables vivencias y celebra que la vida aún les permita juntarse, algunos viven en Pergamino, otros están más lejos, pero ninguna distancia impide la ceremonia de recrear la amistad cada vez que es posible verse.

Un amante de su profesión

Daniel tiene 65 años y descubrió su vocación de médico tempranamente. “Creo que es algo congénito”, afirma convencido de haber elegido “la profesión más linda del mundo” y refiere que tiene un hermano médico y dos hijos que siguieron el mismo camino.

Estudió en Rosario, trabajó llevando papeles de una fábrica de cemento para costear sus estudios. “Estando en cuarto año hacía guardias en un hospital psiquiátrico, allí me comía unas costeletas riquísimas con un psiquiatra del que aprendí mucho”. Ya recibido, hizo la especialidad y comenzó a hacer guardias en varios lugares para poder subsistir. “Después me instalé en Pergamino, comencé a trabajar haciendo algunas guardias y me fui instalando”, refiere y recuerda que se inició en la Clínica General Paz en 1981 y seguía viajando a Rosario para ejercer en hospitales y sanatorios.

Desde antes de recibirse iba al servicio de Traumatología del Hospital Freire y menciona que el primer sobresaliente de su carrera lo obtuvo en la asignatura Traumatología y en Clínica Médica.

El Hospital y su presente

En 1984 inició su carrera hospitalaria, cuando fue convocado por el doctor Enzo Siri, que fue mi amigo y jefe del Servicio de Traumatología. Durante un año trabajó ad honorem y en 1985 obtuvo su cargo rentado. “Estábamos en el viejo Hospital y nos trasladamos al edificio actual en 1987”. Hasta el año pasado que se jubiló fueron años ininterrumpidos de trabajo hospitalario que recuerda con pasión. “Eramos muy pocos traumatólogos, después se amplió el servicio cuando fue ganando mayor complejidad”.

A la par siguió trabajando en la Clínica General Paz y en el consultorio. “Eramos muy pocos traumatólogos en Pergamino así que nos cubríamos y trabajábamos en todos lados cuando alguno se iba de vacaciones o le pasaba algo.

“Me jubilaron por la edad, pero no es fácil. Estoy medio ‘psiquiátrico’ los sábados y domingos voy a estudiar con el que está de guardia, tomo unos mates, disfruto, porque en el Hospital uno ha dejado mucho y eso se extraña”, expresa.

Así, refiere el momento en el que se formó la unidad de residencia de Traumatología y resalta que “es una de las pocas que está reconocida por la Sociedad Argentina de Traumatología y otorga un puntaje superior por ser certificados”. Se retiró siendo jefe de Servicio. Afirma que la experiencia hospitalaria es “fundamental” en la vida de cualquier médico que tenga vocación.

Ya jubilado del Hospital, en la actualidad atiende consultorio dos veces por semana y opera en la Clínica, algunas veces junto a su hijo.

Cuando no está trabajando le gusta pintar cuadros. Su profesor fue Ricardo Juárez, un amigo. Dos de esas obras decoran su consultorio, una de ellas replica el rostro de su padre.

La familia

Daniel Urbaneja es un defensor de la familia y confiesa en la intimidad de la charla que jamás logró superar la herida que dejó en él la separación de sus padres cuando tenía 19 años.

El se casó con Graciela Remolins. “Un primo de ella era mi compañero de escuela, ella vivía muy cerca de mi casa, en lo de su abuela Ramona, así nos conocimos, estuvimos ocho años de novios y nos casamos dos meses antes de que yo me recibiera de médico”, relata y valora la vida compartida con una mujer que siempre supo respetar los tiempos de la profesión. “Ella se dedicó a criar a los hijos y se abocó a suplir todas mis ausencias porque el trabajo médico demanda mucho tiempo.

“Ella siempre me aguantó, esta profesión es muy intensa, dejás la vida; y los hijos quizás son los que más me han reclamado esas ausencias”.

Sus hijos son María Jimena que es psiquiatra, es separada y no tiene hijos; Rodrigo, que es traumatólogo y está en pareja con Agustina Cufré, técnica en Hemoterapia y tienen dos hijos: Fausto (4) y Elena (1); y Gonzalo es cineasta.

Al hablar de su familia, siente orgullo y confiesa que su condición de abuelo representa “la felicidad máxima”.

Es sagrado para él compartir “la peña de los miércoles” con su nieto. La cita los convoca a comer ñoquis en Forum, o un lomito en el Bar de la Estación y el helado en Lilo. “Vamos solos o invitamos a Clarita, que es la hija de un sobrino que tiene la misma edad que él”, cuenta orgulloso de ese encuentro que comparten. Y prosigue: “Nos encanta dormir juntos y compartir viajes y actividades; no hay palabras para agradecer esas cosas”.

Amigo de los amigos

“Me gustan las reuniones con amigos, es lo más importante y más viejo me pongo, más lo disfruto, quizás porque con el transcurso del tiempo cada vez se le da más valor al afecto”, sostiene.

Conserva a los amigos de cada etapa de la vida. Con los de la Facultad se juntan desde 1973 en Rosario. “Son hermanos de la vida”, resalta y menciona a esos compañeros, recordando las peñas y fiestas de graduación.

“En 1979 nos recibimos cuatro, el doctor García Durán que es cardiólogo y vive en San Nicolás; el doctor Luis María Seligman, que vive en España; el doctor ‘Lelo’ Lezcano que es clínico e integra el Grupo Sin Anestesia”.

También en la profesión cosechó relaciones sólidas. “Los médicos cuando pasa algo todos respondemos por todos, no hay uno que falle. Hay una solidaridad enorme entre nosotros”.

Douglas Haig

Desde 1981 está en el Club Dou-glas como médico. “Tengo una peña con los que ascendimos en 1986. El Club me ha dado múltiples satisfacciones, he viajado mucho con el plantel y tengo camisetas de los jugadores de todos los tiempos.

“Como nunca cobraba por mi trabajo, una vez me regalaron una rifa y tuve la suerte de sacarme un auto que era el segundo premio, se lo regalé a mi hermano que estaba buscando uno de ese tipo”, cuenta.

“Los otros días me tocó salir a la cancha y sentí que no me daba el cuerpo, me desgarré por ir a asistir a un jugador, la cabeza te da, pero el cuerpo no responde”, señala cuando habla de su actual rol en la institución que lleva en el corazón.

“Haber estado y estar cerca del Club con mi profesión siempre fue una satisfacción, ascender fue tocar el cielo con las manos. Tener amigos como Juan Echecopar o ‘Beto’ Cittadini, me ha dado la posibilidad de aprender”, resalta.

Viajar y vivir plenamente

Ama viajar, y lo hace con frecuencia. “No me puedo quejar, esta profesión me ha dado todo, no me privo de nada, me he dado todos los gustos y he trabajado mucho también, pero a esta altura de la vida pongo lo material en su justa medida”, asevera este hombre al que le gustan los buenos relojes y las lapiceras.

Por su profesión conoce a la perfección la finitud de la existencia. “Nosotros como médicos sabemos que cualquiera se puede morir en cualquier momento. Eso te hace temer por el bienestar de tus hijos y de tus nietos, pero también te vuelve muy consciente de lo importante que es disfrutar de las cosas”.

Con una postura casi filosófica, cree en el alma y en ese misterioso proceso que se da con la muerte. “Es verdad que el alma se eleva unos segundos y se queda allí en el estupor de la muerte rápida. Me lo han manifestado pacientes que han sido reanimados, cómo no lo voy a creer. Lo que no sé es qué sucede después ni qué hay más allá”, reflexiona. Y recuerda el fallecimiento de su madre y el valor reconfortante de la oración: “Mi madre falleció en 2009 y cuando su salud estaba ya muy deteriorada, llamé a mi amigo Miguel Nadur que es sacerdote para que le diera el responso. Después de esa oración, mi madre despertó y tuvo un momento de lucidez que fue sublime. Al día siguiente falleció en paz. Cómo no voy a creer en el poder de la oración”.

Algo se quiebra en su voz cuando recuerda la partida de su madre. Y vuelve a ser hijo para señalarla en una foto que conserva en un espacio privilegiado de su escritorio. “Fue una pérdida de la que no me recuperé jamás”.

Y así, cuando la pregunta lo lleva a imaginar la vejez, confiesa su deseo de no querer sufrir: “Ojalá no viva mucho porque no quiero perderme, pero no es decisión de uno. Lo que venga espero me encuentre rodeado de amigos”.

Pretende que el legado que pueda dejar a los suyos sea el de los principios. “Eso significa ser honesto, tener perfil bajo, trabajar mucho y disfrutar de los amigos”, refiere y menciona al “Zurdo”, uno de los tantos amigos que vive en el exterior, y con el que siempre están dispuestos a compartir aventuras.

Aunque le gustaría vivir en Europa, asegura que Pergamino es su casa. Aquí están sus afectos, aquí ancló su profesión y echó raíces. Cuando viaja por el mundo siempre encuentra amigos, pero vuelve y disfruta de las rutinas sencillas, esas que lo colman plenamente y le dejan la certeza de ser protagonista de una vida bien vivida.


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